Fidel Castro, Santa Clara, 4 de abril de 1979 con trabajadores. Foto: LN |
Fidel y el pueblo cubano llevan años
ganándose el respeto de quienes en el mundo seguimos empeñados en
soñarlo de otro modo, pero el premio Nobel no se creó para reconocer los
esfuerzos que Fidel Castro y su pueblo vienen realizando desde aquel
bendito fin de año en que comenzaron a reescribir su historia y la
nuestra. El Nobel de la Paz no se otorga por los logros que en materia
de salud, de educación, de respeto a los derechos humanos, entre otras
virtudes, han puesto de manifiesto Fidel y su pueblo.
Ignoro si lo hicieron desde su inicio y
si acaso esa fue siempre la intención de quien les dio el apellido pero,
en cualquier caso, poco tardaron los premios Nobel en poner en
evidencia sus vergüenzas con reconocimientos intolerables.
En memorias del Fuego (II tomo) cuenta
Eduardo Galeano algunos de los méritos que hizo el ex presidente
estadounidense Teddy Roosevelt para obtenerlo: “Teddy cree en la
grandeza del destino imperial y en la fuerza de sus puños. Aprendió a
boxear en Nueva York, para salvarse de las palizas y humillaciones que
de niño sufría por ser enclenque, asmático y muy miope; y de adulto
cruza los guantes con los campeones, caza leones, enlaza toros, escribe
libros y ruge discursos. En páginas y tribunas exalta las virtudes de
las razas fuertes, nacidas para dominar, razas guerreras como la suya, y
proclama que en nueve de cada diez casos no hay mejor indio que el
indio muerto (y al décimo, dice, habría que mirarlo más de cerca)
Voluntario de todas las guerras, adora las supremas cualidades que en la
euforia de la batalla siente un lobo en el corazón, y desprecia a los
generales sentimentaloides que se angustian por la pérdida de un par de
miles de hombres. Este fanático devoto de un Dios que prefiere la
pólvora al incienso, hace una pausa y escribe: Ningún triunfo pacífico
es tan grandioso como el supremo triunfo de la guerra. Dentro de algunos
años recibirá el Nobel de la Paz”.
Barack Obama con empresarios de Internet el 18 de febrero de 2011 |
Desde 1901, en que se creó el premio,
hasta 1936, en que fue distinguido el argentino Carlos Saavedra, nunca
había sido elegido un latinoamericano, africano o asiático. Todos los
homenajeados con tan gloriosa distinción habían sido estadounidenses o
europeos, como si la paz no dispusiera de otros acentos y no fueran
estos más creíbles.
Tuvieron, de todas formas, que pasar
otros 24 años para que en 1960 el sudafricano Albert Lutuli, aportara
su nombre al esfuerzo de la paz convirtiéndose en el primer africano en
ser homologado como Nobel y en el segundo caso en 60 años en que los
jueces no encontraron un presidente estadounidense a mano o un candidato
europeo que cubriera el expediente.
Ni siquiera Mahatma Gandhi, que entre
1937 y 1948 fue nominado en cinco ocasiones, fue elegido en alguna. Y
los lamentos por tan imperdonable olvido que, ante el clamor popular,
años más tarde reconociera el comité de sabios que administra el premio,
no sirvieron, de todas formas, para restituirle su derecho a quien,
curiosamente y después de la paloma, más se ha utilizado como símbolo de
la paz.
En Suecia, los responsables de elegir a
los premiados, ignoran que el llamado tercer mundo, no por casualidad
sino porque carece, precisamente, de la paz, la practica y la valora
aún con más amor y constancia que occidente. Quizás por ello, salvo
algunas cuidadas y obligadas excepciones, como el vietnamita Lee Duc Tho
en 1973, (compartido con Kissinger) Teresa de Calcuta en 1979, Pérez
Esquivel en 1980, Mandela en 1993 o Arafat al año siguiente, los
elegidos como Nobel de la Paz o han sido excelentes administradores de
la guerra, Anwar el-Sadat en 1978, Gorbachov en 1990, Carter en el 2002,
Lech Walesa en 1983, Oscar Arias en 1987, Al Gore recientemente, o han
sido destacados intérpretes de la barbarie y el terror. Y en este
capítulo, siniestros asesinos como el estadounidense Henry Kissinger y
los israelitas Simón Peres, Isaac Rabin o Menachen Begin, todos Nobel de
la Paz, son el mejor desmentido a un premio que, lejos de honrar,
envilece a quien lo obtiene.
Barack Obama, a los pocos meses de ser
presidente del país que más enarbola la violencia como conducta, la
tortura como terapia, el crimen como oficio, la guerra como negocio, se
ha convertido en el último canalla Nobel de la Paz festejado nadie
saber porqué. ¿Por mandar más tropas a Afganistán? ¿Por multiplicar sus
bombardeos? ¿Por llenar de bases militares Colombia? ¿Por propiciar el
golpe de estado en Honduras? ¿Por celebrar tiranos con licencia?
Sé que el propio Fidel Castro va a
declinar la posibilidad de que, a través de ese premio, se reconozca su
valor, sus aportes, sus innegables méritos en relación a la paz y su
irreprochable vida al servicio de la más hermosa y humana causa. Y no
porqué Fidel, repito, no sea merecedor de ese reconocimiento, sino
porque nunca podría compartir con delincuentes como los descritos su
acreditación como Nobel. Por supuesto que Fidel se merece ese y
cualquier reconocimiento que quiera hacérsele, probablemente, al ser
humano que en los dos últimos siglos más ha contribuido a la causa de la
paz. Lo escribí hace dos años, cuando algunos insistieron en el
reconocimiento, y lo vuelvo a repetir ahora: El Nobel de la Paz no se
merece a Fidel.
[Tomado de Cronopiando]
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