Por Saul Landau
Estoy sentado en una silla plástica gris frente a una mínima mesa plástica gris y otra silla plástica gris vacía esperando por Gerardo Hernández en la sala de visita de la penitenciaría federal de máxima seguridad en Victorville, California. A mi lado, en una distribución similar de asientos, un negro de mediana edad habla con una mujer, supuestamente su esposa; otros negros hablan con sus cónyuges. Dos muchachitos salen corriendo de la “sala de niños” hacia el padre para conseguir una caricia.
Cuatro guardas conversan y observan a los visitantes y a los reclusos. No debe haber intercambio de contrabando ni “tocarse en exceso”.
Gerardo emerge, reporta ante los guardas. Nos abrazamos. Gerardo habla acerca de ideas para obligar a la NSA a que libere su mapa vectorial del derribo de dos aviones de Hermanos al rescate por MiGs cubanos el 24 de febrero de 1996. El gobierno acusó a Gerardo de conspiración para cometer asesinato porque supuestamente –el gobierno no presentó evidencia– él entregó la información de vuelo a las autoridades cubanas a sabiendas que los aviones serían derribados. (¿Cómo puede un agente en Miami saber de decisiones de alto nivel en La Habana?)
Los cubanos aseguran que dispararon sus misiles a los aviones intrusos en el espacio aéreo cubano. Si el mapa de la NSA demuestra la aseveración de Cuba, entonces Gerardo, quien supuestamente entregó a las autoridades cubanas la fecha y hora del vuelo fatal, no cometió un delito. Los acusadores no presentaron pruebas de que Gerardo pasara esa información. Hollywood presentaría la escena del tribunal de Miami con el fiscal diciéndole al jurado: “Yo no tengo que mostrarles a ustedes ninguna prueba de porquería”.
Es más, el abogado defensor de Gerardo demostró que Basulto, el jefe de Hermanos al Rescate, ya había anunciado la fecha de los vuelos, y varios funcionarios norteamericanos también sabían del plan. Incluso la FAA había avisado a las autoridades cubanas acerca de los inminentes vuelos. Los hechos no importan cuando un jurado y una jueza saben que una decisión “errónea” podría tener como resultado que sus casas fueran incendiadas.
La NSA ignoró los citatorios de los abogados defensores para que presentaran sus mapas vectoriales en el juicio y las apelaciones: “Seguridad Nacional, las dos palabras letales que no se encuentran en la Constitución ni en la Biblia, constituyeron su razón (excusa) para no presentar los documentos. ¿Cómo se podría obligar a la NSA a que acceda? No tenemos respuesta, pero la pregunta permanece.
Me preocupaban otras preguntas. ¿Qué motivó al FBI a arrestar a Gerardo y a sus cuatro colegas? Después de todo, los agentes cubanos habían entregado al FBI, por vía de La Habana, suculentos bocados relacionados con actividades terroristas, incluyendo la localización de un barco en el río Miami lleno de explosivos. El FBI se incautó del barco antes de que zarpara hacia Cuba –o hiciera explosión en Miami.
“Héctor Pesquera”, respondió Gerardo. Pesquera fue nombrado Agente a Cargo del Buró de Miami y de inmediato desvió la atención de los terroristas y la enfocó en los antiterroristas. Después de que el jurado entregara una declaración de culpabilidad en el juicio de los Cinco Cubanos, Pesquera se ufanó en una emisora radial de Miami de que “había sido él quien cambió el enfoque y en vez de espiar a los espías presentó acusaciones contra ellos”. (Ver Stephen Kimber, Lo que hay en el agua: la verdadera historia de los Cinco de Cuba, un libro digital en Amazon).
Es más, Pesquera persuadió a funcionarios del Departamento de Justicia a cambiar la atención de los terroristas exiliados en el Sur de la Florida a los agentes de la inteligencia cubana que habían penetrado los grupos terroristas. El caso “nunca se hubiera juzgado si él no hubiera insistido personalmente ante el director del FBI, Louis French”. (Kimber, pág. 286.)
Ann Bardach reforzó la visión del papel clave de Pesquera en el cambio del FBI de investigar a terroristas a investigar a los antiterroristas. Bardach y Larry Rohter escribieron dos artículos en julio de 1998 para The New York Times en los cuales Luis Posada Carriles admitía ser autor intelectual en una serie de sabotajes con bombas en Cuba para ahuyentar a turistas extranjeros. Una de estas bombas mato a un joven turista italiano cuyo padre esta demandando a los Estados Unidos por patrocinar el terrorismo.
Bardach me contó de su sorpresa cuando Pesquera respondió a su pregunta acerca de Posada diciendo: “mucha gente aquí piensa que Posada es un luchados por la libertad”. Pesquera, amistoso hacia los exiliados ultraderechistas, terminó la investigación de Posada y destruyó el expediente. Mientras Pesquera dedicaba la atención del FBI a destruir a los agentes cubanos, 14 de los 19 participantes en los ataques del 11/9 se entrenaban en el área sin escrutinio del FBI. Pesquera parece haber escapado escrutinio por su aparente lapso. (“Trabajadores,” 22 de mayo de 2005.)
Gerardo y yo cambiamos temas ha la entrevista a Alan Gross realizada por Wolf Blitzer, de CNN. Gross, condenado en Cuba por actividades diseñadas para socavar al gobierno, lo cual fue documentado por Desmond Butler, reportero de AP, se quejó de su vida en prisión, la comida, su ventana tenía barrotes y solo había podido recibir visitas de senadores y representantes a la Cámara de EE.UU., presidentes de otros países, grupos religiosos y un día con su esposa. Se quejó de que las condiciones en el hospital militar de La Habana eran como las de una prisión.
Peor aún, ignorando el reportaje de Desmond Butler y el devastador artículo de opinión del ex funcionario del Consejo de Seguridad Nacional Fulton Armstrong en The Miami Herald (25 de diciembre de 2011), él proclamó su inocencia, insistió en que solo deseaba ayudar a que la comunidad judía tuviera mejor acceso a Internet. ¿Para esto llevó de contrabando equipos (documentado por Butler) y recibió un pago de $600 000 dólares de manos de una compañía relacionada con la USAID. Y Blitzer, a quien debieran concederle el premio de periodismo de peor estenógrafo, no le hizo ninguna pregunta acerca de los hechos que Butler y Armstrong habían planteado.
Nos dimos un abrazo de despedida. Gerardo levantó triunfalmente un puño antes de regresar a su celda. Yo caminé hacia el seco viento del desierto, el auto, y descendí 5 000 pies y 40 millas hasta el aeropuerto de Ontario, California; una vez más, la oportunidad de pensar en la justicia y la injusticia.
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