Jorge Gómez Barata
Alrededor de 1960 como parte de los esfuerzos por el
desarrollo de la conciencia revolucionaria se instaló en Cuba la concepción
soviética del marxismo-leninismo, que junto con el pensamiento de Fidel Castro
(que nunca asumió aquella versión) formó
la matriz de la cultura política de los cubanos. Esa comprensión de la realidad
y de la historia forma anillos concéntricos generacionales cuyo espesor parece
menor mientras más se aleja del núcleo.
En aquel proceso se afirmó una concepción según la cual
el Estado, surgido junto con las clases sociales, es una estructura de poder al
servicio de las elites explotadoras que cuenta con recursos represivos
(ejércitos, policías, jueces, cárceles y otros). Naturalmente el socialismo
debería prescindir de semejante engendro. Primero se asumió que era preciso
destruirlo y luego se creyó que se
extinguiría cuando desaparecieran las circunstancias que le dieron lugar.
Aquella versión excesivamente simplificada, idílica y por
momentos absurda estaba contenida en los manuales soviéticos de filosofía
marxista, que la tomaron de El Estado y
la Revolución de Lenin (1917), un texto donde se glosa El Origen de la Familia,
la Propiedad Privada y el Estado (1884), un libro en el cual Federico Engels
recrea las tesis de Lewis Morgan (1877).
De ese modo, de la mano de los autores soviéticos
asumimos como validas para toda la humanidad las conclusiones de un precursor
de la antropología que, con escasos precedentes e instrumentos metodológicos
primitivos, estudió a los iroqueses. A ello Engels sumó ciertos conceptos de la
lucha de clases y de la economía política. De haber sabido que Morgan era un
multimillonario norteamericano, miembro del partido Republicano y Senador de los
Estados Unidos, tal vez se hubiera tenido más cuidado.
Entonces incurrimos en la contradicción de que, mientras
explicábamos en clases que el Estado era una tenebrosa maquinaria, en la
práctica argumentábamos teóricamente y aplaudíamos que nuestra economía, la
educación, la cultura y toda la actividad social fuera regida, administrada y
orientada por el Estado. A lo largo de 50 años repetimos la cantinela, sin
aportar ni crear nada, no porque la explicación fuera optima sino porque era un
dogma.
Bajo nuestra mirada y como parte de nuestra obra, el
Estado que debía desaparecer crecía, se hacía cada vez más fuerte, llegaba a
ser omnipotente, omnisciente y con el don de la ubicuidad. Al concebir un curso
histórico según el cual el Estado se reforzaba más allá de todo límite para que
luego, beatíficamente extinguirse, cuadramos el círculo.
Hoy, cuando como parte del proceso de reformas en Cuba se
acepta la idea de la existencia de actores económicos y sociales “no
estatales”, el exclusivismo ideológico cede terreno, se puede creer en otras
prédicas y asumir códigos diferentes, el Estado es otra vez el demiurgo aunque
ahora más moderado. No es ateo sino laico y no es un represor sino un árbitro,
que hace y aplica las reglas no sólo a tenor de los intereses de la clase
dominante, sino para el bien común del conjunto de la sociedad.
En cualquier caso, respecto al Estado la tarea en Cuba no
es extinguirlo sino perfeccionarlo para que cumpla mejor sus funciones, para lo
cual la democracia, la pluralidad y la participación decisoria son mejores
argumentos que la represión. Allá nos vemos.
La Habana, 15 de mayo de 2012
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