Una foto del periódico me horrorizó: un niño somalí que parecía un extraterrestre desnutrido. El cuerpo, con sus huesitos remarcados bajo la piel. La cabeza, enorme, desproporcionada con el tronco reducido, se asemejaba al globo terráqueo. La boca -¡ay la boca!-, abierta por el hambre, emitía un grito mudo, la amargura de quien no tuvo la vida como un don, sino como dolor.
Al lado de esta foto iban titulares acerca de la crisis financiera del casino global. En diez días las bolsas de valores perdieron US$ 400 mil millones. ¡Estremecedor! ¿Y ni un centavo para aplacar el hambre del niño somalí? ¿Ni una mísera gota de alivio para tamaño sufrimiento?
Me dio vergüenza. Vergüenza de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que dice que todos nacemos iguales, sin proponer que vivamos con menos desigualdades. Vergüenza de que no haya una Declaración Universal de los Deberes Humanos. Vergüenza de las afirmaciones solemnes de nuestras Constituciones y discursos políticos y humanitarios. Vergüenza de tantas mentiras que saturan nuestras democracias gobernadas por la dictadura del dinero.
¡US$ 400 mil millones esfumados en la ruleta de la especulación! El PIB actual del Brasil sobrepasa los US$ 210 mil millones. Dos Brasiles derrochados por los desaciertos de los devotos del lucro e indiferentes al niño somalí.
En este mundo injusto una élite privilegiada dispone de tanto dinero que se da el lujo de invertir lo superfluo en el vaivén financiero en espera de que el movimiento sea siempre ascendente. Sueña con ver su fortuna multiplicada en una proporción que ni Jesús fue capaz de hacerlo con los panes y los peces. Basta con decir que el PIB mundial es hoy de US$ 62 mil billones. Y en el casino global se negocian papeles que suman ¡US$ 600 mil billones!
Ahora bien, la realidad habla más alto que los sueños y la necesidad más que lo superfluo. Toda la fortuna invertida en la especulación explica el dolor del niño somalí. Le quitaron el pan de la boca con la esperanza de que la alquimia del baile financiero lo transformara en oro.
Al niño le faltó el más básico de todos los derechos: el pan nuestro de cada día. A los dueños del dinero, que vieron sus acciones hundirse estrepitosamente en la bolsa, ninguna pérdida. Apenas una cierta desilusión. Ninguno de ellos se ha visto obligado a privarse de sus lujos.
Todos sabemos que la cuenta de la recesión de nuevo va a ser pagada por los pobres. Son ellos los condenados a sufrir por la falta de puestos de trabajo, de préstamos, de servicios públicos de calidad. Ellos padecerán el desempleo, los cortes en las inversiones del gobierno, las medidas quirúrgicas propuestas por el FMI, el bajón de las ayudas humanitarias.
La miseria nutre la inercia de los miserables.
Sin embargo preveo el inconformismo de la clase media que, en los EE.UU. y en la Unión Europea, acariciaba el sueño de enriquecerse.
La periferia de Londres entra en ebullición, las plazas de España y de Italia son ocupadas por gente protestando.
¡Tantos ahorros se volatilizaron como humo en las chimeneas del casino global!
Temo que la ola de protestas dé luz verde al neofascismo.
En nombre de la recuperación del sistema financiero (dirán: “volver al crecimiento”), nuestras democracias apelarán a las fuerzas políticas que prometen más oro a los ricos y sueños, meros sueños, a los pobres.
En los EE.UU. la derrota de Obama en las elecciones del 2012 reavivará el prejuicio contra los negros, y el fundamentalismo del ‘tea party’ incrementará el belicismo, la guerra como factor de recuperación económica. La derecha racista y xenófoba tomará los gobiernos de la Unión Europea, dispuesta a contener la insatisfacción y las protestas.
Debido a todo ello, el niño somalí verá sanado su dolor por la muerte precoz. Y Somalia se multiplicará en las periferias de las grandes metrópolis y de los países periféricos afectados en sus frágiles economías.
Pero bueno, dejemos el pesimismo para días mejores. Es hora de reencender y organizar la esperanza, de construir otros mundos posibles, de sustituir la globocolonización por la globalización de la solidaridad.
Sobre todo de transformar la indignación en acción efectiva por un mundo ecológicamente sustentable, políticamente democrático y económicamente justo.
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