Jorge Gómez Barata
El exilio cubano en los Estados Unidos (entonces le llamaban emigración) tuvo sus antecedentes en el siglo XIX cuando, ante la derrota en la Guerra de Independencia (1868-1878) muchos patriotas y sus familias se refugiaron en Norteamérica y formaron colonias en Nueva York, Cayo Hueso, Tampa, Luisiana y Florida. Entre ellos vivió José Martí 15 de sus 42 años, allí organizó el Partido Revolucionario Cubano y convocó a muchos de los veteranos que en 1895 nutrieron el Ejército Libertador.
Unos 40 años después durante las dictaduras de Gerardo Machado y Fulgencio Batista, algunos cientos de exiliados se radicaron en los Estados Unidos donde por lo general recibieron la solidaridad de los compatriotas allí establecidos con anterioridad, aunque ninguna consideración especial por parte del gobierno estadounidense.
En realidad no se trataba de una actitud especialmente discriminatoria contra los cubanos; sino que, a lo largo del siglo XX, entre los inmigrantes llegados a Estados Unidos, los exiliados representaron un porcentaje mínimo; ello se debe a que en América Latina las luchas políticas se desplegaron entre los sectores populares y las oligarquías; enfrentamientos en los cuales las simpatías norteamericanas estaban con los primeros y los populares invariablemente perdían.
En 1959 Cuba marcó la diferencia: ganaron los de abajo y los de arriba que poseían dinero, pasaportes, recursos y relaciones para marchar al extranjero lo hicieron; Norteamérica los acogió por cientos de miles, les otorgó la condición de exiliados y los apoyó con multitud de programas especiales hasta llegar a la Ley de Ajuste Cubano que ha establecido un status que ningún país tiene para ninguna Nación y que, al margen de la política, los emigrantes cubanos aprovechan.
La posición norteamericana que originalmente pudo ser resultado de una mezcla de factores circunstanciales, dieron lugar a la más extravagante de las estrategias implementadas por las administraciones estadounidense y que llevaron a Eisenhower y Nixon a apostar por utilizar a la emigración como arma política. De ese modo los exiliados que en cualquier época o región del mundo tradicionalmente eran unas docenas, a lo sumo unos cientos de personas, asumieron en Cuba las proporciones de un éxodo que, como mínimo, ha reunido en La Florida a un millón de cubanos.
El caso es que andando el tiempo, por circunstancias e influencias diversas, entre ellas la Revolución Cubana, los eventos políticos latinoamericanos dieron una vuelta de campana y la excepción de Cuba terminó transformándose en una especie de regla que ha forzado a Estados Unido a acoger en su territorio, más o menos masivamente, no sólo a elementos de las burguesías de Nicaragua, Venezuela, Bolivia y otros lugares donde la izquierda se impone, sino a los que aprovechando esa circunstancia se declaran perseguidos y piden protección cuando en realidad lo que buscan es trabajo y oportunidades.
El caso es que a las presiones migratorias resultantes de los procesos sociales, económicos y demográficos del entorno formado por los Estados Unidos, México y Centroamérica y que pudiéramos llamar normales, se añaden las erráticas políticas de los Estados Unidos que, de un modo u otro siguen apostando a usar los flujos migratorios como instrumento político, a la vez que aplazan una y otra vez una reflexión que permita avanzar en la solución de la problemática mexicana.
En cualquier caso el precedente cubano aconsejaría descontinuar la práctica de usar a los emigrantes como instrumento hostiles hacía los movimientos progresistas latinoamericanos como también coordinar con México políticas de desarrollo económico y social que al ofrecer mejores oportunidades, desestimulen la emigración como opción económica o instrumento político.
Otra vez se trata de reclamar sensatez y coherencia y ojalá no sea predicar en el desierto. Allá nos vemos.
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