Recientemente, en uno de mis artículos para Progreso Semanal, afirmé que la capacidad de resistencia demostrada durante medio siglo, confirmaba la “voluntad popular” de la mayoría de los cubanos a favor del socialismo.
Aún creo que esta es la mejor evidencia, sin embargo, para algunos esto no es suficiente y argumentaron la supuesta falta de legitimidad de un régimen que, en su opinión, no cumple con los “estándares democráticos” exigidos en el mundo.
Está claro que partimos de premisas distintas para analizar la legitimidad de un sistema político.
No obstante, traté de adaptarme a su lógica para responderles y entonces descubrí que el problema ni
siquiera radica en las premisas, sino en la utilización de parámetros diferentes para evaluarlas. Decidí entonces emprender el ejercicio teórico de comparar los instrumentos formales de la democracia cubana con la estadounidense, considerada por muchos la “democracia perfecta”, aquella que los demás deben imitar, si no quieren correr el riesgo de que le caigan a cañonazos.
Para refrendar el socialismo en Cuba, existe una Constitución votada mediante plebiscito por más del 90 % de la población en 1976. Aún así, algunos la consideran menos legítima que la Constitución de Estados Unidos, tan sagrada como la Biblia, a pesar de fue refrendada por un
pequeño grupo de personas, cuando en el país aún existía la esclavitud y nunca ha sido objeto del escrutinio popular. No digo que, por ello, la Constitución norteamericana no sea legítima, de hecho, su legitimidad está confirmada por la historia del país, pero el mismo patrón debiera regir para analizar a la cubana.
Igual ocurre con las elecciones, mientras que el alcalde de Miami-Dade recientemente fue electo con menos del 20 % de participación de los electores, en Cuba siempre supera el 80 %. Es cierto que no está establecido el voto directo para elegir al presidente de Cuba, sino que ello es decisión de la Asamblea Nacional del Poder Popular, cuyos diputados son electos por el voto directo y secreto de los electores, pero lo mismo ocurre en Estados Unidos, donde un presidente puede resultar electo a pesar de no contar con la mayoría del voto popular y en varias ocasiones ha sido así, sin que ello sea considerado una demostración de ilegitimidad.
Ni los peores críticos del sistema han planteado que existe el fraude en los procesos electorales cubanos. Sin embargo, es bastante común en las elecciones norteamericanas, ya sea a nivel local o nacional, quealguna de las partes acuse ser víctima de fraude. Baste recordar el escándalo monumental que constituyó la elección de George W. Bush, en el que mucho tuvo que ver, por cierto, la maquinaria de la extrema derecha cubanoamericana. Aún así, en la comparación pierde Cuba, porque se aduce que los elegidos son “instrumentos del régimen”, como si Bush y tantos otros, incluyendo al “popular” Obama, sirvan a otra cosa que no sea los grandes intereses económicos del país.
No creo que el sistema político cubano esté exento de insuficiencias, pero ello no radica en la organización del sistema electoral, ni en la legitimidad de los elegidos. Casi nadie se ha detenido a analizar que mediante este sistema, si los opositores tuviesen respaldo popular, sus candidatos ganarían fácilmente en muchas localidades. El problema radica en su funcionamiento, donde es limitada la capacidad de los electos, sobre todo a nivel de base, para satisfacer las demandas de
sus electores, algo por resolver, en tanto se aspira a una democracia popular con todos sus atributos. No obstante, no estamos hablando de la demagogia que caracteriza a los políticos norteamericanos, algo tan“normal” que nadie espera que cumplan lo que prometen en sus campañas.
Tampoco, ante la opinión de sus críticos, para legitimar el socialismo en Cuba, puede invocarse el respaldo expresado en manifestaciones o consultas populares, ni siquiera la participación del pueblo en la defensa del país. Se trata simplemente de “manipulaciones” del gobierno o resultado de la represión imperante, como si los cubanos, que en apenas un siglo hicimos cuatro grandes revoluciones armadas, fuésemos unos cobardes corderitos, controlados por gobernantes que ni
siquiera tienen necesidad de caernos a palos, como vemos frecuentemente en la televisión, por parte de gobiernos considerados perfectamente “legítimos”.
Tampoco sirve el argumento del desarrollo humano alcanzado, porque el acceso universal a la educación, la salud pública y la protección social, aunque constituyen aspiraciones fundamentales de todos los pueblos del mundo, incluso en los países desarrollados y en los propios Estados Unidos, en el caso de Cuba son, cuando más, reconocidos como “logros menores” del sistema, que no alcanzan para explicar el apoyo de los cubanos al socialismo, ya que, al parecer, también somos bastante tontos.
Como para los fundamentalistas del capitalismo no son aceptables estos argumentos, preferí entonces recurrir a uno que proviene de una fuente que me parece irreprochable, por tratarse del peor enemigo de la Revolución cubana, a saber, el propio gobierno norteamericano. Y está referido a indagar la razón por la cuál Estados Unidos, que invade a cualquiera, no se ha decidido a invadir a Cuba.
Una razón es que están seguros de la resistencia que ofrecería el pueblo cubano, validando mi principal argumento, pero, aún así, es evidente que la capacidad militar cubana no es lo que ha contenido a las siempre dispuestas y poderosísimas tropas norteamericanas, sino el impacto político que tendría esta resistencia a escala mundial, como resultado de la legitimidad de la Revolución en todas partes. Esto no es lo que refleja la prensa mundial y la opinión de algunos “expertos”, pero, por suerte, los gobernantes estadounidenses no dependen de ellos para hacer sus juicios y, en este caso, han sido bien aconsejados, hasta ahora.
Como dijo el reconocido intelectual mexicano Pablo González Casanova, el socialismo es un proyecto que, como meta, se identifica con el comunismo, dígase una sociedad sin diferencias de clases y, a la vez, es un proceso social para alcanzar este cometido, por lo que los errores, incongruencias o las dificultades del proceso, no deslegitiman la calidad del proyecto socialista. Claro está que este razonamiento es válido para analizar cualquier otro proyecto social, incluso el capitalismo, por eso, estamos en presencia de un debate ideológico respecto al ideal de sociedad que se pretende alcanzar.
En esto radica la dificultad para ponerse de acuerdo los ponentes de una y otra ideología, así como las manipulaciones interesadas en adulterar la práctica, con tal de descalificar la teoría. Sobre todo cuando se trata de los dogmáticos de cualquier bando, porque el ideal se convierte en un acto de fe y ello los inhabilita para analizar las cualidades de los procesos con la objetividad requerida, como ocurre frecuentemente en el caso cubano.
Aún así, la solución no es evadir el escrutinio, porque la legitimidad no es algo que solo aporta la virtud de la idea, la historia de lucha, ni siquiera los beneficios alcanzados, los cuales justamente son
asumidos como derechos conquistados, formando parte de la vida cotidiana de la gente, que siempre se plantea metas superiores. Tampoco es una condición inmutable, sino dialéctica, que tiene que
renovarse día a día, avanzando en el desarrollo social y construyendo el consenso popular, sin el cual es insostenible el proyecto socialista, por su propia naturaleza.
Montones de tropiezos tiene este camino, pero la idea de avanzar hacia ese ideal no está solo en las consignas oficiales, muchas veces contraproducentes, porque simplifican el mensaje hasta adulterarlo, sino que forma parte de una conciencia social integrada a la identidad del cubano actual.
La cultura popular también es un factor que aporta legitimidad al socialismo en Cuba, porque vive en la mente de los cubanos, aunque algunos no se percaten de ello y otros pretendan negarlo.
Aún creo que esta es la mejor evidencia, sin embargo, para algunos esto no es suficiente y argumentaron la supuesta falta de legitimidad de un régimen que, en su opinión, no cumple con los “estándares democráticos” exigidos en el mundo.
Está claro que partimos de premisas distintas para analizar la legitimidad de un sistema político.
No obstante, traté de adaptarme a su lógica para responderles y entonces descubrí que el problema ni
siquiera radica en las premisas, sino en la utilización de parámetros diferentes para evaluarlas. Decidí entonces emprender el ejercicio teórico de comparar los instrumentos formales de la democracia cubana con la estadounidense, considerada por muchos la “democracia perfecta”, aquella que los demás deben imitar, si no quieren correr el riesgo de que le caigan a cañonazos.
Para refrendar el socialismo en Cuba, existe una Constitución votada mediante plebiscito por más del 90 % de la población en 1976. Aún así, algunos la consideran menos legítima que la Constitución de Estados Unidos, tan sagrada como la Biblia, a pesar de fue refrendada por un
pequeño grupo de personas, cuando en el país aún existía la esclavitud y nunca ha sido objeto del escrutinio popular. No digo que, por ello, la Constitución norteamericana no sea legítima, de hecho, su legitimidad está confirmada por la historia del país, pero el mismo patrón debiera regir para analizar a la cubana.
Igual ocurre con las elecciones, mientras que el alcalde de Miami-Dade recientemente fue electo con menos del 20 % de participación de los electores, en Cuba siempre supera el 80 %. Es cierto que no está establecido el voto directo para elegir al presidente de Cuba, sino que ello es decisión de la Asamblea Nacional del Poder Popular, cuyos diputados son electos por el voto directo y secreto de los electores, pero lo mismo ocurre en Estados Unidos, donde un presidente puede resultar electo a pesar de no contar con la mayoría del voto popular y en varias ocasiones ha sido así, sin que ello sea considerado una demostración de ilegitimidad.
Ni los peores críticos del sistema han planteado que existe el fraude en los procesos electorales cubanos. Sin embargo, es bastante común en las elecciones norteamericanas, ya sea a nivel local o nacional, quealguna de las partes acuse ser víctima de fraude. Baste recordar el escándalo monumental que constituyó la elección de George W. Bush, en el que mucho tuvo que ver, por cierto, la maquinaria de la extrema derecha cubanoamericana. Aún así, en la comparación pierde Cuba, porque se aduce que los elegidos son “instrumentos del régimen”, como si Bush y tantos otros, incluyendo al “popular” Obama, sirvan a otra cosa que no sea los grandes intereses económicos del país.
No creo que el sistema político cubano esté exento de insuficiencias, pero ello no radica en la organización del sistema electoral, ni en la legitimidad de los elegidos. Casi nadie se ha detenido a analizar que mediante este sistema, si los opositores tuviesen respaldo popular, sus candidatos ganarían fácilmente en muchas localidades. El problema radica en su funcionamiento, donde es limitada la capacidad de los electos, sobre todo a nivel de base, para satisfacer las demandas de
sus electores, algo por resolver, en tanto se aspira a una democracia popular con todos sus atributos. No obstante, no estamos hablando de la demagogia que caracteriza a los políticos norteamericanos, algo tan“normal” que nadie espera que cumplan lo que prometen en sus campañas.
Tampoco, ante la opinión de sus críticos, para legitimar el socialismo en Cuba, puede invocarse el respaldo expresado en manifestaciones o consultas populares, ni siquiera la participación del pueblo en la defensa del país. Se trata simplemente de “manipulaciones” del gobierno o resultado de la represión imperante, como si los cubanos, que en apenas un siglo hicimos cuatro grandes revoluciones armadas, fuésemos unos cobardes corderitos, controlados por gobernantes que ni
siquiera tienen necesidad de caernos a palos, como vemos frecuentemente en la televisión, por parte de gobiernos considerados perfectamente “legítimos”.
Tampoco sirve el argumento del desarrollo humano alcanzado, porque el acceso universal a la educación, la salud pública y la protección social, aunque constituyen aspiraciones fundamentales de todos los pueblos del mundo, incluso en los países desarrollados y en los propios Estados Unidos, en el caso de Cuba son, cuando más, reconocidos como “logros menores” del sistema, que no alcanzan para explicar el apoyo de los cubanos al socialismo, ya que, al parecer, también somos bastante tontos.
Como para los fundamentalistas del capitalismo no son aceptables estos argumentos, preferí entonces recurrir a uno que proviene de una fuente que me parece irreprochable, por tratarse del peor enemigo de la Revolución cubana, a saber, el propio gobierno norteamericano. Y está referido a indagar la razón por la cuál Estados Unidos, que invade a cualquiera, no se ha decidido a invadir a Cuba.
Una razón es que están seguros de la resistencia que ofrecería el pueblo cubano, validando mi principal argumento, pero, aún así, es evidente que la capacidad militar cubana no es lo que ha contenido a las siempre dispuestas y poderosísimas tropas norteamericanas, sino el impacto político que tendría esta resistencia a escala mundial, como resultado de la legitimidad de la Revolución en todas partes. Esto no es lo que refleja la prensa mundial y la opinión de algunos “expertos”, pero, por suerte, los gobernantes estadounidenses no dependen de ellos para hacer sus juicios y, en este caso, han sido bien aconsejados, hasta ahora.
Como dijo el reconocido intelectual mexicano Pablo González Casanova, el socialismo es un proyecto que, como meta, se identifica con el comunismo, dígase una sociedad sin diferencias de clases y, a la vez, es un proceso social para alcanzar este cometido, por lo que los errores, incongruencias o las dificultades del proceso, no deslegitiman la calidad del proyecto socialista. Claro está que este razonamiento es válido para analizar cualquier otro proyecto social, incluso el capitalismo, por eso, estamos en presencia de un debate ideológico respecto al ideal de sociedad que se pretende alcanzar.
En esto radica la dificultad para ponerse de acuerdo los ponentes de una y otra ideología, así como las manipulaciones interesadas en adulterar la práctica, con tal de descalificar la teoría. Sobre todo cuando se trata de los dogmáticos de cualquier bando, porque el ideal se convierte en un acto de fe y ello los inhabilita para analizar las cualidades de los procesos con la objetividad requerida, como ocurre frecuentemente en el caso cubano.
Aún así, la solución no es evadir el escrutinio, porque la legitimidad no es algo que solo aporta la virtud de la idea, la historia de lucha, ni siquiera los beneficios alcanzados, los cuales justamente son
asumidos como derechos conquistados, formando parte de la vida cotidiana de la gente, que siempre se plantea metas superiores. Tampoco es una condición inmutable, sino dialéctica, que tiene que
renovarse día a día, avanzando en el desarrollo social y construyendo el consenso popular, sin el cual es insostenible el proyecto socialista, por su propia naturaleza.
Montones de tropiezos tiene este camino, pero la idea de avanzar hacia ese ideal no está solo en las consignas oficiales, muchas veces contraproducentes, porque simplifican el mensaje hasta adulterarlo, sino que forma parte de una conciencia social integrada a la identidad del cubano actual.
La cultura popular también es un factor que aporta legitimidad al socialismo en Cuba, porque vive en la mente de los cubanos, aunque algunos no se percaten de ello y otros pretendan negarlo.
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