sábado, 4 de junio de 2011

Violencia machista en Libia, Koldo Campos Sagaseta

Días atrás, en Trípoli, una mujer irrumpía en medio de una rueda de prensa a la que asistían numerosos corresponsales extranjeros y denunciaba haber sido violada por una docena de soldados libios. Minutos más tarde la noticia, imágenes incluidas, estaba en todos los canales de televisión y primeras páginas del mundo como palpable demostración de la infamia del régimen libio.

No ha habido invasión imperialista en la que, a modo de cobertura moral, no se esgrima algún caso de violencia machista por parte del país intervenido que justifique la guerra.

Siempre los medios de comunicación encuentran a mano un dramático caso que demuestre la discriminación que padece la mujer en el país invadido y a partir del cual deba colegirse que no hay mejor manera de evitarla que apelar a las bombas como argumento y a la guerra como razón.

Iraq tuvo su caso como Mayada tuvo su libro cuando la estadounidense Jean Sasson, en solidaridad con la prisión y los vejámenes que sufriera la iraquí, publicó el best-seller “Mayada, hija de Iraq”. En los días previos a la guerra, una joven o niña iraquí, creo recordar, llegó a declarar en el propio hemiciclo de Naciones Unidas las atrocidades de que había sido objeto por el régimen de Sadam.

También tuvo su caso Afganistán. La brutal agresión sufrida por la joven afgana Aisha, a la que su marido cortó la nariz y las orejas por huir de casa sirvió, por ejemplo, para que le restituyera recientemente el rostro la generosidad del gobierno estadounidense, país en el que reside desde que fuera rescatada por sus soldados; para que la sudafricana Jodi Bieber ganara el premio de fotografía World Press Photo el pasado año; y además, para que la revista “Time”, en su portada, junto a la desfigurada imagen de la joven afgana, argumentara en titulares: “Lo que pasa si nos retiramos de Afganistán”.

El mismo caso se ha dado en Irán… a la espera de ser ocupada. Sakineh Ashtiani, acusada de dar muerte a su marido con la complicidad de su amante y, según los medios, condenada a ser lapidada, salvó la vida gracias a la presión internacional que puso de manifiesto la barbarie del régimen iraní.

En Irán, a diferencia de otras irreprochables democracias árabes, la pena de muerte por lapidación, vigente en tiempos del inolvidable Sha de Persia, fue derogada, precisamente, por los ayatolas, pero este sólo es un apunte más de la grosera manipulación de los medios.

Libia no podía ser menos. El mismo día, curiosamente, en que un sicario asesinaba en Colombia a la jueza Gloria Constanza Gaona, que había denunciado presiones en el juicio que seguía a los tenientes coroneles del ejército colombiano James E.Pineda y Germán Belarcázar, así como a otros siete oficiales, por la violación y asesinato de tres niños de 6, 9 y 14 años, sin que los grandes medios de comunicación se enterasen del hecho, daba la vuelta al mundo la violación de una mujer libia.

La puesta en escena de este caso, así como su casual “oportunidad”, me invita a la legítima sospecha. Tampoco sería la primera vez que el fehaciente testimonio de hoy, pasado un prudencial tiempo, descubre la falsedad de su enunciado. Hace poco más de un mes reconocía el ingeniero iraquí Rafid Ahmed Alwan al Janabi, cuyas confesiones sobre la existencia de armas de destrucción masiva en Iraq sirvieron de coartada para la guerra, que todo lo que había declarado era mentira.

Aclaro a los malpensados que, al margen de las dudas que me crea la veracidad del testimonio de la mujer libia, en absoluto estoy negando la discriminación y la violencia que padece la mujer en todo el mundo y, especialmente, en muchos países árabes.
 Para no salir del mundo árabe, otra irreprochable democracia como Arabia Saudita, apenas ayer, decidía seguir negando el derecho al voto a las mujeres so pretexto de que “no están preparadas”. En esa inmensa balsa de petróleo que algunos tienen por país y que, no por casualidad, es el principal aliado y socio de Occidente, tampoco votar es lo único para lo que las mujeres no están preparadas. Igualmente, las mujeres saudíes no tienen derecho a estudiar, a conducir automóviles o a salir solas a la calle, sin la compañía de un varón delante, entre otras carencias.

Lo que sí pretendo es que no se tome en vano el nombre de la mujer, que no se pretenda instrumentalizar su discriminación para fines igualmente repugnantes, que no se permita la burda manipulación que se hace de la violencia machista desde los medios de comunicación y al dictado de las necesidades que la guerra demande, para justificar ante la opinión pública, no sólo el genocidio sino la misma proliferación de esa violencia que, supuestamente, exigía la intervención. Hasta Naciones Unidas ha reconocido que, al igual que el cultivo del opio aumentó en Afganistán desde que el país fuera invadido, también la violencia machista ha crecido en los países ocupados.

De hecho, si algunas soldadescas ostentan el deleznable liderato de violaciones, en general impunes, éstas son las que comandan las propias Naciones Unidas y Estados Unidos en sus misiones de paz y humanitarias guerras, a pesar de la dura competencia que les hacen otros aliados o la innombrable Colombia.

Estados Unidos y Europa, que invadieron Afganistán o Iraq y hoy bombardean Libia antes de terminar por ocuparla, buscan hacerse con sus bienes, garantizarse espacios de influencia, alimentar la codicia de sus empresas, permitir el trasiego de sus recursos, instalar sus bases… A eso fue que llegaron y por eso es que están allí. A ello es que se debe la guerra. Y para hacerlo posible no han tenido empacho en aniquilar cientos de miles de vidas humanas de la manera más artera y cruel.
Sus soldados, así representen a sus estados o a las Naciones Unidas, además de sembrar la destrucción, también se han destacado en el ejercicio de las más asquerosas lacras humanas que pueda imaginarse. Entre ellas, violaciones y torturas de mujeres, de niñas, en cualquiera de los países que con distintos pretextos ocupan.

La ginecóloga suiza Mónica Hauser dedicada a prestar asistencia a mujeres que han sufrido la violencia de la guerra, la violencia de ver destruidos sus hogares, la violencia de ver asesinados sus hijos, la violencia de la miseria, de ser ultrajadas, declaraba en referencia a la República Democrática del Congo, que los cascos azules de la ONU y el personal masculino humanitario no sólo no contribuían a la paz y el orden sino que eran parte del problema, y que las familias ya no mandaban a sus hijas a la escuela sino a la puerta de los cuarteles.

Son incontables los casos de violaciones, de asesinatos, que han tenido como protagonistas, además de las niñas y las mujeres que la padecen, a tropas de paz en Haití, a soldados de la OTAN en los Balcanes, a los cascos azules en Africa y a soldados europeos y estadounidenses donde quiera que llegan.

Los miles de soldados imperiales desplegados en Iraq, Afganistán o Libia no han llegado a proteger a las mujeres de esos países de la violencia de una cultura machista que tampoco es desgracia exclusiva de esas naciones y culturas. Tampoco fueron a impartir talleres educativos en relación a la violencia machista o a implementar sistemas de formación escolar que hagan posible superar esas violentas conductas.

Si así fuera no tendrían que haber ido tan lejos. Si lo que pretendían era prevenir o castigar la violencia machista podrían haber invadido sus propios países, haber intervenido, por ejemplo, el Estado español o cualquiera de las democracias europeas o los Estados Unidos, donde los crímenes machistas siguen estando a la hora del día. Si enfrentar la violencia machista fuera realmente una válida razón para no salir de Iraq, de Afganistán o Libia y, en consecuencia, la razón de haber llegado, no eran soldados los más indicados para tal cometido.

Debieran haber enviado contingentes de educadores, de asistentes sociales, de maestras y pensadores, de psicólogos, de personas cualificadas y capaces de ayudar a esas sociedades a reconducir la visión y el papel de la mujer por espacios de justicia, equidad y respeto.
Si enfrentar la violencia machista fuera, en verdad, la razón que justifica invadir y ocupar, ahora Libia, antes Iraq y Afganistán, no eran bombas, ni tanques, ni armas, los instrumentos capaces de contribuir con esa cultura a superar esa sexista violencia, sino libros, material didáctico, recursos económicos y, sobre todo, ejemplo. La única manera en que podremos influir para que vayan superándose cualquiera de las tradiciones o costumbres en otras culturas que, a nuestros ojos, resultan repugnantes, es el ejemplo que les brindemos desde modelos de convivencia más abiertos y tolerantes, desde sociedades más participativas y justas, desde intercambios más igualitarios y respetuosos.

Y de más está decir lo lejos que estamos de servir de ejemplo. No sólo no hemos sido capaces de ofrecer conductas alternativas que les sirvan de modelo, sino que nos hemos convertido en paradigma de todas las vilezas que, supuestamente, rechazamos; en verdaderos maestros de todos los horrores que aseguramos aborrecer y en los principales sostenedores de su miseria.

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