Y es que en Cuba, afortunadamente, no es costumbre, ni siquiera ocasional, que aparezcan todas las mañanas media docena de cadáveres cosidos a balazos y tirados en calles y caminos, como en cualquier democracia americana, por lo que todas las columnas en las que he denunciado el ejercicio del crimen y su impunidad no tendrían sentido.
Tampoco los semáforos de La Habana, a diferencia de otras capitales caribeñas y europeas, (inclúyase Madrid) convocan por las noches a niños y niñas a inhalar pegamento u ofertar su sexo, por lo que los artículos que he escrito sobre tan denigrante desvergüenza no tendrían en Cuba razón de ser.
En Cuba no tendría que estar lamentando y denunciando las matanzas escolares tan en boga en otras sociedades vecinas, y tampoco iban ya a justificarse columnas en que he denunciado costumbres tan poco edificantes de algunas supuestas democracias como “retener” a los pacientes que no hayan satisfecho los gastos de los centros privados de salud, o no dar asistencia a los heridos que no acompañen la gravedad del caso de los dólares imprescindibles, porque en Cuba educación y salud no son derechos virtuales.
Como lo mismo ocurre en relación a la vivienda, al trabajo, a la cultura y el deporte, nada tendría que censurar en Cuba.
Y ninguna razón de ser tendrían los artículos en que he maldecido la más aberrante de todas las violencias: la tortura. Esa por la que el Estado español ha sido denunciado y condenado reiteradamente por organismos como Amnistía Internacional o las propias Naciones Unidas; esa que en Guantánamo se manifiesta como el mejor ejemplo del siglo de criminal cinismo, porque en Cuba no hay tortura.
En Cuba no se asesinan monseñores, ni obispos, ni jesuitas, ni se violan y asesinan monjas, ni se incendian embajadas, ni se desaparecen miles de personas, ni se matan o secuestran periodistas, sindicalistas, maestros, políticos, ecologistas y hasta diputados del Parlacén. En Cuba no se fusila en las plazas, ni se reprime en las calles, ni se suicidan los presos, ni se pone en libertad a terroristas como Posada Carriles, por lo que las tantas columnas que he escrito en recuerdo de Arnulfo Romero, de los jesuitas y las monjas estadounidenses asesinadas en El Salvador y Guatemala, de los indígenas achicharrados en la embajada española guatemalteca, de Chico, de los venezolanos asesinados en los “carachazos” de Carlos Andrés Pérez, de los muertos en los “bogotazos” de la CIA, o en el golpe de Estado del 11 de septiembre, o en el terror vivido en el cono Sur donde se sigue reventando a los mapuches, carecerían de otro sentido que no fuera el testimonio ajeno.
En Cuba tampoco podría escribir nada al respecto de la desidia del Estado ante la amenaza de fenómenos naturales, ante cualquier amenaza, ni pedir explicaciones por ciudades anegadas a las que previamente se desarmó de diques contra el agua, recursos y personal; ni exigir responsabilidades a quienes permitieron la muerte de mil ciudadanos y la desaparición de otros dos mil; ni insistir en que se sancione la posterior malversación y el robo de fondos para ayuda de los damnificados.
Tampoco podría escribir sobre el funesto papel de sus multinacionales depredando vidas y haciendas, transformando naciones en hoteles, haciendo eso que llaman “las Américas”, porque lo único, además de su ejemplo, que globaliza Cuba son sus vacunas gratuitas, sus médicos y maestros voluntarios.
Y como tampoco podría escribir en Cuba mis habituales columnas sobre la perversidad publicitaria, las estafas inmobiliarias, la acumulación de basura, las obras faraónicas, la venta del patrimonio nacional o la inseguridad general, temo que, lamentablemente, en Cuba, como bien apuntara el referido que me cuestionaba, Cronopiando no podría ser.
Así que, no pudiendo escribir mis Cronopiandos en Cuba, posiblemente me dedicara a escribir poesía, teatro, novela… literatura, lo que no estaría nada mal considerando el respaldo que el Estado cubano ofrece a los autores y las ventajas de un medio cultural en el que la mezquindad, por mucha que sea, no puede llegar a tanto.
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