Han pasado casi dos semanas del triunfo, realmente histórico, de Ollanta Humala y de Gana Perú. Decimos histórico no solo porque es la primera vez que una fuerza progresista gana una elección presidencial sino también porque estamos frente a una oportunidad de cambiar el rumbo de nuestra historia política y de reformar la democracia y la economía en el país.
Cada vez queda más claro, si cabe la expresión, que el tema de fondo de estas elecciones, como también de las anteriores, ha sido (y sigue siendo) la inclusión de millones de peruanos en una sociedad que tiene como sus principales características su diversidad social, cultural, étnica y política, pero al mismo tiempo la negación de esa diversidad vía la exclusión de muchos. El problema principal en este contexto es cómo se incluye a esos millones de peruanos que hoy son más electores que ciudadanos (muchos de ellos sin derechos) en una nueva sociedad que hace tiempo quiere nacer.
Hasta el momento han existido tres formas de inclusión en el país:
a) la autoritaria,
b) la clientelar, y
c) el mercado.
La primera fue la que se dio en el velasquismo, que, en realidad, más que incluir, liberó a una mayoría de peruanos de formas premodernas de dominación.
Las otras dos han sido las propuestas que se han ensayado desde los años 80.
Fue el fujimorismo el proyecto más audaz al combinar estas tres formas de inclusión de manera casi simultánea, ya que comenzó siendo una propuesta autoritaria para luego combinar lo clientelar y el mercado como espacios de inclusión. Además de perseguir a sus opositores, “estatizó” (o convirtió en clientela del régimen autoritario) a los pobres y entregó el mercado a los grupos económicos para enriquecerse.
No es extraño que en estas elecciones se hayan jugado dos formas de inclusión: por un lado, la clientelar (se puede añadir autoritaria y neoliberal), expresada en una campaña electoral que ponía más énfasis en los regalos, en la antipolítica y en un discurso que hablaba aparentemente a los pobres, y por el otro, una inclusión democrática que ponía el acento en la devolución (o restauración) y ampliación de un conjunto de derechos ciudadanos, en un nuevo sentido de pertenencia al país vía el nacionalismo y de una profunda reforma del Estado, y de un gobierno de los que menos tienen. Se podría afirmar que lo que se estaba jugando era quién hegemonizaba el mundo popular y a los pobres para incluirlos en el país. La victoria electoral del fujimorismo hubiese significado el regreso de una forma clientelar de inclusión, de un control autoritario de los pobres y de un gobierno de los ricos.
Por eso el triunfo del nacionalismo abre otra posibilidad que se puede resumir en las siguientes preguntas: cómo crear una democracia de ciudadanos, cómo (re)crear instituciones democráticas y cómo gobernar en función de las grandes mayorías, manteniendo la estabilidad y un crecimiento económico que en lugar de concentrar ingresos sea capaz de distribuirlos con equidad y justicia.
Dicho en otros términos, cómo cambiar el país sin caer en el autoritarismo y en la ingobernabilidad. Y si bien ello depende de un gobierno responsable y de indudable sello popular, la tarea más importante es cómo se construye una mayoría política capaz de hacer un país viable e integrado pero también de poner fin al dominio de grupos minoritarios que han permitido que los poderes fácticos y el caudillismo político hayan sido los principales actores de un ejercicio del poder casi siempre autoritario, de baja institucionalidad y ajeno a los intereses populares.
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