domingo, 25 de septiembre de 2011

Abandonar la ONU, por Koldo Campos Sagaceta

Si, años atrás, mandar a la Organización de Naciones Unidas al carajo era sólo una inquietud justificada en los pobres fundamentos democráticos de una institución que decía velar, precisamente, por los valores democráticos, en la actualidad, y a tenor de su propia evolución y desarrollo, romper con la ONU se ha convertido en una necesidad.

Creer que desde dentro de ese organismo algunos de los 193 países miembros puedan, llegado el caso, servir a los fines para los que, pretendidamente, se creó en California en 1945 la Organización de Naciones Unidas, resulta tan ingenuo como seguir confiando, 66 años después, en el compromiso de esa institución con los hermosos propósitos para los que fuera fundada y que todavía pregona.
Facilitar la cooperación en Derecho Internacional, la paz, la seguridad, el desarrollo económico o los derechos humanos, sólo es un compromiso de intenciones que, si en el pasado se volvió inoperante, hoy en día se ha transformado en un vulgar pretexto con que amparar el crimen y el expolio.
Por encima de su Asamblea General, pesan los intereses de los cinco países miembros de su Consejo de Seguridad: los Estados Unidos, Rusia, China, Reino Unido y Francia, cuyo derecho a veto se impone a cualquier resolución, por más respaldo que observe, de su Asamblea General. No por casualidad esos cinco miembros fueron también quienes en 1944 trazaron los propósitos de la organización, diseñaron sus organismos y establecieron las disposiciones que habrían de mantener la paz, la seguridad y la cooperación internacional. La Unión Soviética dejó su asiento a Rusia y la República China-Taiwan a la República Popular China, pero en ese cambio de nomenclatura comienza y termina la única innovación que ha disfrutado una institución cuyo flamante secretario general sólo es un empleado del régimen impuesto por su Consejo de Seguridad.

La Organización de Naciones Unidas se crea, curiosamente, para sustituir a la Sociedad de Naciones (SDN) organismo fundado en 1919, en el entendido de que dicha sociedad resultaba inoperante y no había evitado la segunda guerra mundial. Y fue el entonces presidente estadounidense Franklin Roosevelt quien en enero de 1942, en plena guerra, insistió en la necesidad de crear una alianza entre 26 países comprometidos en la defensa de la llamada Carta del Atlántico que un año más tarde, en la Conferencia de Teherán, gobernada entonces por su alteza imperial Mohammad Reza Pahlevi, (el lugar más idóneo para apreciar el valor de la democracia) tomaría forma bajo el nombre de Naciones Unidas, iniciativa del propio Roosevelt, y que en 1945 acabó por concretarse en San Francisco.
Si la ineptitud fue la causa de que Naciones Unidas sustituyera a la Sociedad de Naciones que le precediera, ¿por qué no sustituir por las mismas razones y algunas otras aún más graves, a una organización que de la inoperancia frente al genocidio ha pasado a la complicidad con los genocidas? ¿Por qué no romper con una organización cuyos nobles principios ha transformado en la cobertura legal que, como pretexto, emplean en sus guerras de exterminio los cinco países que la gobiernan y algunos más (Alemania, Israel o Japón) representados a través de testaferros en ese Consejo de Seguridad?

En los últimos años, especialmente, es manifiesto el deterioro a todos los niveles de Naciones Unidas, sea mirando para otro lado ante la barbarie desatada por algunos estados o autorizando las más brutales acciones contra otros países. Mientras la impunidad más descarada arropa cualquier salvajada israelí, por citar un caso, se autoriza el exterminio de naciones enteras a partir de burdas patrañas que se llegaron a mentir como irrefutables pruebas.

Mientras pueblos como el palestino o el saharaui tienen más de medio siglo esperando que Naciones Unidas cumpla sus propias resoluciones y haga efectivos sus derechos, al vapor del interés de quienes gobiernan la ONU, se crean países como Kosovo o Sudán del Sur. Mientras unánimemente, año tras año, la Asamblea General de Naciones Unidas, con la excepción de Estados Unidos, Israel y las islas Marshall, condena el criminal bloqueo que padece Cuba desde que la isla caribeña decidiera tomar en sus manos su destino, el bloqueo se torna aún más asfixiante sin que la masiva decisión de la asamblea internacional haga nada por impedirlo y establezca las correspondientes sanciones o expulse de su seno a quienes no respetan su voluntad.

Lo ocurrido en Libia en estos días es un buen ejemplo de hasta qué punto la ONU sólo es un instrumento de sus países rectores. Tal es el descaro al que se ha llegado que el propio Nicolás Sarkozy lo acaba de declarar sin cuidarse ni del disimulo: “La intervención en Libia queremos que sea el inicio de una política autorizada por la ONU que pone la fuerza militar al servicio de la protección de las poblaciones que corren el riesgo de ser martirizadas por sus propios dirigentes”.
La ONU es un rehén de lujo en manos de los países que integran su Consejo de Seguridad y no parece posible su rescate.
Confiar en que todavía sea posible una Organización de Naciones Unidas que cumpla con los objetivos para los que, según su carta magna, fue creada, más que un sueño es una pesadilla. Y pretender su transformación una ilusión digna de mejor causa. Tal vez, la de crear otro organismo internacional en el que todos sus miembros puedan tener derecho a voz y voto, que crea en verdad en la necesidad de preservar la paz y encauzar a través del diálogo cualquier conflicto, que respalde el desarrollo y defienda los derechos humanos, que no organice guerras humanitarias ni bombardeos preventivos, que no tolere campos de exterminio ni cárceles secretas, ni torturas, que no consienta fraudes electorales ni monopolios…

Así sólo la constituyeran inicialmente una docena de países, siempre sería preferible esa aventura a seguir siendo cómplice y numerario de un engaño.
Un mundo mejor es posible… pero no porque lo enunciemos sino porque lo construyamos.

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