¿Se evitó, realmente, la catástrofe en Washington o se dio un paso más hacia ella, como descargó el lunes Paul Krugman en uno de sus más punzantes comentarios, calificando de “claudicación” el acuerdo de última hora entre el presidente Obama y la oposición republicana para salvar al Estado norteamericano de entrar en concurso de acreedores?
El economista augura que los puntos acordados para lograr la elevación del techo de la deuda arrastrarán a los EEUU “por el camino de las repúblicas bananeras”, profundizarán la depresión económica y por ende el desempleo, envalentonarán aún más a los sectores más recalcitrantes de la oposición republicana y dejarán al presidente que llegó con la promesa de un nuevo New Deal, cautivo del Gran Garrote del Tea Party descargado en este caso sobre el Gobierno federal en Washington.
Para completar el cuadro de terror, todo esto ocurrirá con un horizonte recesivo frente al cual, a diferencia del de hace dos años, el Gobierno se encontrará inhabilitado de instrumentar medidas de salvataje o estímulos de reactivación económica. La respuesta que dieron los mercados este jueves y viernes, con caídas generalizadas en las Bolsas, parece otorgar la razón a los sombríos vaticinios de Krugman.
Si algo está claro es que la extenuante negociación de la Casa Blanca con la oposición republicana atrincherada en el Capitolio, en la que Obama dejó jirones a cambio de evitar el default, no sólo no conformó a ninguna de las partes sino que tampoco logró el propósito de tranquilizar las aguas del sistema financiero internacional en pleno tembladeral.
El impacto social y económico de las medidas de recorte anunciadas a cambio de poder elevar el techo de la deuda es imposible de medir en cifras. Impone recortes en el gasto de alrededor de un billón de dólares, seguido por una segunda fase de reducciones para llevar el total a diez años a cerca de U$S 2,4 billones.
También dispone un recorte de 350.000 millones de dólares al presupuesto de Defensa, llevando el gasto de gobierno “al nivel más bajo desde los tiempos de Dwight Eisenhower”, según reconoció Obama en su anuncio, evocando a aquel presidente republicano de la década de 1950 que terminó su mandato denunciando que el desmesurado crecimiento del complejo militar-industrial podía llevar a los EEUU a la bancarrota.
El otro impacto de lo ocurrido en Washington en las últimas semanas revierte sobre el deterioro de la influencia política y económica internacional, la pérdida de capacidad de liderazgo y el previsible repliegue aislacionista.
El Congreso, renuente a defender su papel, recurre a criticar “su” programa, como “su” economía o “su” guerra en Libia, al tiempo que niega toda responsabilidad por el caos que contribuyó a crear. A la defensiva, el Presidente profundiza las cosas. En cada caso, la consecuencia es la misma: al quedar al margen del proceso, el Congreso se salva de su incapacidad de gobernar.
Los senadores y los representantes evitan hacerse responsables de las decisiones más importantes, y de esa forma no se los puede responsabilizar con facilidad de malas decisiones.
Mientras tanto, el Presidente recibe un cáliz envenenado: un creciente poder unilateral, pero menos capacidad de compartir las responsabilidades, o las culpas. “No es sólo una crisis de endeudamiento, sino una crisis de la democracia”, sentencian Jacob S. Hacker y Oona A.
Hathaway, politólogos de la Universidad de Yale en The New York Times: “Nadie sale ganando cuando nuestro sistema constitucional vacila: ni el Presidente, que obtiene poder unilateral pero pierde un socio de gobierno; ni el Congreso, que logra responsabilizar al Presidente pero corre el riesgo de volverse irrelevante; y sin duda tampoco la población estadounidense, que tiene que sufrir las consecuencias”. Y así lo hicieron saber: según la última encuesta de la CBS, un 82% de los norteamericanos desaprueba la forma como el Congreso está haciendo su trabajo y un 75% opina que este debate dañó la imagen de EEUU en el mundo.
El antiguo excepcionalismo norteamericano, que impulsó en otros tiempos la intervención en América Latina, Asia o África con el argumento de llevar allí los valores de la democracia y tuvo su último canto del cisne con los neoconservadores que pergeñaron la guerra de Irak, vuelve sobre sus pasos en esta reconversión al más drástico aislacionismo.
Son los mismos autores de esta crisis por sobreextensión de poder y pecado de arrogancia quienes no sólo quieren acabar ahora con los restos del New Deal sino también retrotraer la historia a los EEUU del siglo XIX, terminando con el poder de Washington.
Los peores enemigos de la superpotencia no podían haberlo hecho mejor. Y Obama jamás habrá imaginado, seguramente, que debería enfrentar a una oposición republicana capaz de dejar a George W. Bush, Cheney y Rumsfeld como moderados conservadores. Tal vez encuentre allí la fuente de su recuperación en la campaña para las presidenciales del año que viene. Un viaje que aparece hoy como otro viaje de Ulises a Itaca. Una auténtica Odisea.
El economista augura que los puntos acordados para lograr la elevación del techo de la deuda arrastrarán a los EEUU “por el camino de las repúblicas bananeras”, profundizarán la depresión económica y por ende el desempleo, envalentonarán aún más a los sectores más recalcitrantes de la oposición republicana y dejarán al presidente que llegó con la promesa de un nuevo New Deal, cautivo del Gran Garrote del Tea Party descargado en este caso sobre el Gobierno federal en Washington.
Para completar el cuadro de terror, todo esto ocurrirá con un horizonte recesivo frente al cual, a diferencia del de hace dos años, el Gobierno se encontrará inhabilitado de instrumentar medidas de salvataje o estímulos de reactivación económica. La respuesta que dieron los mercados este jueves y viernes, con caídas generalizadas en las Bolsas, parece otorgar la razón a los sombríos vaticinios de Krugman.
Si algo está claro es que la extenuante negociación de la Casa Blanca con la oposición republicana atrincherada en el Capitolio, en la que Obama dejó jirones a cambio de evitar el default, no sólo no conformó a ninguna de las partes sino que tampoco logró el propósito de tranquilizar las aguas del sistema financiero internacional en pleno tembladeral.
El impacto social y económico de las medidas de recorte anunciadas a cambio de poder elevar el techo de la deuda es imposible de medir en cifras. Impone recortes en el gasto de alrededor de un billón de dólares, seguido por una segunda fase de reducciones para llevar el total a diez años a cerca de U$S 2,4 billones.
También dispone un recorte de 350.000 millones de dólares al presupuesto de Defensa, llevando el gasto de gobierno “al nivel más bajo desde los tiempos de Dwight Eisenhower”, según reconoció Obama en su anuncio, evocando a aquel presidente republicano de la década de 1950 que terminó su mandato denunciando que el desmesurado crecimiento del complejo militar-industrial podía llevar a los EEUU a la bancarrota.
El otro impacto de lo ocurrido en Washington en las últimas semanas revierte sobre el deterioro de la influencia política y económica internacional, la pérdida de capacidad de liderazgo y el previsible repliegue aislacionista.
El Congreso, renuente a defender su papel, recurre a criticar “su” programa, como “su” economía o “su” guerra en Libia, al tiempo que niega toda responsabilidad por el caos que contribuyó a crear. A la defensiva, el Presidente profundiza las cosas. En cada caso, la consecuencia es la misma: al quedar al margen del proceso, el Congreso se salva de su incapacidad de gobernar.
Los senadores y los representantes evitan hacerse responsables de las decisiones más importantes, y de esa forma no se los puede responsabilizar con facilidad de malas decisiones.
Mientras tanto, el Presidente recibe un cáliz envenenado: un creciente poder unilateral, pero menos capacidad de compartir las responsabilidades, o las culpas. “No es sólo una crisis de endeudamiento, sino una crisis de la democracia”, sentencian Jacob S. Hacker y Oona A.
Hathaway, politólogos de la Universidad de Yale en The New York Times: “Nadie sale ganando cuando nuestro sistema constitucional vacila: ni el Presidente, que obtiene poder unilateral pero pierde un socio de gobierno; ni el Congreso, que logra responsabilizar al Presidente pero corre el riesgo de volverse irrelevante; y sin duda tampoco la población estadounidense, que tiene que sufrir las consecuencias”. Y así lo hicieron saber: según la última encuesta de la CBS, un 82% de los norteamericanos desaprueba la forma como el Congreso está haciendo su trabajo y un 75% opina que este debate dañó la imagen de EEUU en el mundo.
El antiguo excepcionalismo norteamericano, que impulsó en otros tiempos la intervención en América Latina, Asia o África con el argumento de llevar allí los valores de la democracia y tuvo su último canto del cisne con los neoconservadores que pergeñaron la guerra de Irak, vuelve sobre sus pasos en esta reconversión al más drástico aislacionismo.
Son los mismos autores de esta crisis por sobreextensión de poder y pecado de arrogancia quienes no sólo quieren acabar ahora con los restos del New Deal sino también retrotraer la historia a los EEUU del siglo XIX, terminando con el poder de Washington.
Los peores enemigos de la superpotencia no podían haberlo hecho mejor. Y Obama jamás habrá imaginado, seguramente, que debería enfrentar a una oposición republicana capaz de dejar a George W. Bush, Cheney y Rumsfeld como moderados conservadores. Tal vez encuentre allí la fuente de su recuperación en la campaña para las presidenciales del año que viene. Un viaje que aparece hoy como otro viaje de Ulises a Itaca. Una auténtica Odisea.
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