martes, 21 de febrero de 2012

Honduras: Una cárcel incendiada en un país en llamas

La cárcel incendiada en Honduras albergaba al triple de reclusos para los que había sido construida, pero debe saberse que no hay ni una sola cárcel en Centroamérica que no tenga el doble, el triple o el cuádruple de presos que los que debería tener. No se trata, sin embargo, solamente de las cárceles. Éstas no son más que un trozo de una realidad “superpoblada” de falencias que hacen muchas veces de la vida diaria un verdadero heroísmo de supervivencia.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa Rica


Suena duro decirlo, pero el pavoroso incendio que mató a más de 350 reclusos en Honduras no es una tragedia que se salga de los límites de los posible en ese país. No lo es tampoco en otros países centroamericanos y sus alrededores en los que, cuando suceden desventuras de ese tipo (explota un gasoducto, matan decenas de inmigrantes en el desierto, se desploma un cerro sobre una aldea) los gobernantes, la prensa, las “buenas conciencias” se rasgan las vestiduras y prometen llevar las investigaciones “hasta las últimas consecuencias”.
Realmente, casi nunca las llevan verdaderamente a cabo pero, cuando lo hacen, los que salen a la palestra son funcionarillos de segundo, tercer o cuarto orden, insertos en aparatos burocráticos que decidieron volverlos el pato de la fiesta para que se los coma vivos y después, “aquí no ha pasado nada”.
Pero lo cierto es que, aunque miserias de este tipo pueden suceder en Honduras o en la Cochinchina, en estos países “están dadas las condiciones objetivas” para que suceda, y basta una chispa (valga la metáfora para este caso) para que se desencadenen cuadros de horror y desgarramiento.
En este caso concreto, la cárcel incendiada albergaba al triple de reclusos para los que había sido construida, pero debe saberse que no hay ni una sola cárcel en Centroamérica que no tenga el doble, el triple o el cuádruple de presos que los que debería tener.
No se trata, sin embargo, solamente de las cárceles. Éstas no son más que un trozo de una realidad “superpoblada” de falencias que hacen muchas veces de la vida diaria un verdadero heroísmo de supervivencia. En Honduras, caminar por las calles de Tegucigalpa, la capital, o San Pedro Sula, la segunda ciudad en importancia del país, es más peligroso que en Bagdad. Se corre el riesgo de caer en el fuego cruzado entre pandilleros, traficantes de drogas, paramilitares persiguiendo campesinos o militares patrullando calles. No debe descartarse ser asaltado por el teléfono móvil, la pulsera de oro, las pocas monedas con las que se iba a pagar el autobús o ser objeto de un secuestro “express”.
En pocos meses se cumplirá el aniversario del golpe de Estado perpetrado por la oligarquía y el ejército hondureños, en connivencia con los Estados Unidos, contra el régimen democrático y constitucional de Manuel Zelaya. Las víctimas en este caso fueron más de las 350 del incendio en cuestión y nadie salió a pedir disculpas. Las investigaciones “hasta las últimas consecuencias” siguen brillando por su ausencia.
El señor presidente Lobo, que en cadena de radio y televisión, con cara compungida y voz trémula, se dolió de lo acontecido en la cárcel y dijo conmoverse del dolor de los familiares de las víctimas, es resultado espurio de ese golpe de Estado que se ha llevado entre las piernas la vida de dirigentes sindicales, campesinos, maestros y periodistas.
¿Qué se puede decir ante esto?: es una moral farisea; es el cinismo elevado a nivel de política de Estado. Cualquiera que se dé una vuelta por los alrededores de Tegucigalpa verá los miles de ranchos sin agua, luz, cloacas o desagües en las laderas de las montañas circundantes. En algún momento de la próxima época de lluvias decenas o cientos de ellos se deslizarán hacia abajo, soterrarán a sus habitantes y nuevamente saldrá el señor presidente a dolerse ante sus conciudadanos, a lloriquear ante las cámaras y a prometer investigaciones exhaustivas. Tal vez se encuentre nuevamente al pato de la fiesta y, nuevamente, aquí no ha pasado nada.
No hay mucho que investigar, sin embargo, para dilucidar quiénes son los culpables de tanto desastre. Ellos están a salvo de estos peligros y no serán señalados nunca. Engordan sus cuentas bancarias precisamente a raíz de la situación que posibilita que estas cosas sucedan. Impunemente se solazan en sus casas con piscina, jacuzzi, agua caliente, bar, cuatro o cinco habitaciones, dos o tres salas y garaje para cuatro o cinco carros. Cada cinco años designan a uno de ellos para que dé los mensajes de condolencia a la nación cuando sucedan desgracias como esta.

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