MIGUEL URBANO RODRIGUES
Al pronunciar su discurso en la clausura del XII Congreso de los trabajadores cubanos, en La Habana, hace más de 40 años, Fidel Castro formuló un deseo: «que en el futuro pocos hombres, o nadie, tengan la autoridad que tuvimos en el comienzo de la Revolución, porque es peligroso que seres humanos dispongan de tanta autoridad.»
El revolucionario cubano no podía entonces imaginar que esa situación que le preocupaba, persistiría por muchas décadas.
La enfermedad que lo llevó a transferir la presidencia y las funciones de Primer Secretario del Partido a Raúl, su hermano, desencadenó a nivel mundial una avalancha de opiniones contradictorias sobre el hombre y su intervención en la Historia. Raramente en la vida de un estadista célebre se escribió y habló tanto como ahora sobre Fidel.
Fue en la segunda mitad del siglo XX el dirigente del Tercer Mundo que mayor influencia ejerció, por la palabra y la acción, sobre el rumbo de acontecimientos que enmarcaron el proceso de la descolonización y las luchas contra el imperialismo.
He vivido ocho años en Cuba. Más de una vez, escuchando durante horas sus discursos en la Plaza de la Revolución en La Habana, o en celebraciones del 26 de Julio en otras ciudades de la Isla, me he interrogado sobre la contradicción entre un poder personal enorme, mínimamente compartido en lo que concierne a las decisiones, y el humanismo de quien lo detenta, identificable en el amor por los niños y la solidaridad con los oprimidos y excluidos de todo el planeta.
Son hipócritas conscientes los que por odio y fanatismo ideológico presentan a Fidel como dictador sanguinario y tirano feroz. Saben que la acusación es falsa.
Quienes conocen un poco Cuba no desconocen que existe una relación de profundo afecto entre el pueblo cubano y el Comandante en Jefe. La casi totalidad de la población lo ama. Sus compatriotas tienen en él una confianza absoluta. Es un sentimiento que él no estimuló y quizá lo inquiete por ser consciente de que cualquier dirigente, por más talentoso y sabio que sea, no puede sustituir al colectivo como sujeto transformador de la historia.
No hay calumnia mediática que resista a la prueba de la vida. Definir como dictador a un dirigente amado por su pueblo, que gobierna hace casi medio siglo, es un absurdo pérfido. El consenso entre el gobernante y su gente ridiculiza la diatriba forjada por sus enemigos.
La grandeza de Fidel tendría naturalmente que desencadenar campañas de odio. Pero no generó solamente enemigos y calumniadores. Es inseparable también del surgimiento de una generación de epígonos. En Cuba y por el mundo ellos proliferan. Cosa que no sirve a Cuba, porque la tendencia a la glorificación incondicional de los grandes hombres es siempre negativa. Eso porque no hay gobernante perfecto. Y Fidel lo sabe y no le gusta que identifiquen en él a un super-hombre. Él es lo que es, un ser mortal, modelado por una voluntad de acero, una inteligencia excepcional y un hambre de humanización revolucionaria de la vida, pero también un ser con lúcida percepción de las limitaciones de la condición humana.
La meditación sobre la temática del poder personal lo acompaña desde la juventud. Creo que fue sincero al definir como peligroso el exceso de autoridad concentrada en un dirigente carismático. Pero han sido las circunstancias de la Historia las que lo han investido de un poder cada vez mayor que no ambicionó.
Fidel leyó en la Universidad a los clásicos del marxismo. Los estudió después profundamente en la prisión. Pero su opción por el socialismo resultó del movimiento de la Historia.
El atentado terrorista que destruyó el buque La Coubre y la invasión mercenaria de Playa Girón, ideada y financiada por los EE.UU., con la aprobación de John Kennedy, ocurrieron en una época en que el bravo «soy y seré marxistaleninista», que hizo temblar a Washington, expresó más la decisión de defender la Revolución, introduciendo a Cuba en el campo socialista, que propiamente una opción ideológica. Fidel insistió muchas veces en el significado que siempre atribuyó a la evaluación de la correlación de fuerzas. Al reconocer que en Cuba han sido cometidos muchos errores tácticos en la conducción del proceso, agrega que no identifica ningún error estratégico importante. Eso fue decisivo en la defensa de la Revolución. Y el mérito es suyo.
Ya en la Sierra, durante la lucha armada, había revelado dotes de gran estratega. Pero fue posteriormente, en la confrontación permanente con el imperialismo de los EE.UU. (diez presidentes norteamericanos se comprometieron a destruir la Revolución Cubana), que desarrolló una capacidad extraordinaria en la comprensión del movimiento dialéctico de la Historia en momentos en que su rumbo se define. Eso ocurrió concretamente en la fase crítica en que la Revolución, en un giro brusco, rompió con el discurso y la praxis de los años de la utopía romántica para hacer una opción dolorosa.
Cuba se encontraba al borde del desastre económico y el único país que entonces le tendió la mano fue la Unión Soviética. Sin esa alianza todo se hundiría.
El precio, naturalmente, fue muy elevado. La Revolución entró en un periodo gris —así lo llamaron— , un proceso de burocratización que golpeó duramente la intelligentsia, el debate de ideas y la creatividad en múltiples frentes. Pero no había alternativa.
Hasta el Che, el hombre nuevo del futuro, en la definición de Fidel, el compañero por todos admirado y querido, que tenía sobre el mundo una mirada no siempre coincidente, reconoció en su carta de despedida, al salir para la aventura africana, que lamentaba no haber percibido completamente, más temprano, las capacidades de liderazgo y de visión estratégica que hacían del Comandante un revolucionario incomparable, único.
Lenin se destacó como líder incontestado en la más brillante generación de revolucionarios profesionales europeos del siglo XX. Fidel no fue tan afortunado ni eso era posible. El núcleo de cuadros revolucionarios del Ejército rebelde era insuficiente, después de la victoria, para enfrentar los tremendos desafíos planteados por la Historia. La generación que acompañó a Fidel se forjó en circunstancias muy adversas, en un pequeño país ya bloqueado por los EE.UU., víctima de una guerra no declarada.
Algunos historiadores critican en Fidel Castro un voluntarismo que nunca consiguió superar. Ese voluntarismo fue una constante en sus intervenciones en las luchas de su pueblo desde la Universidad. Incluso la definición misma que Fidel presenta del «marxismo-martiano» como síntesis del materialismo dialéctico y del idealismo que venía de Luz Caballero y Varela, confirma una evidencia: la Revolución Cubana configura un desafío a la lógica de la Historia. Así fue con el Moncada, con la aventura del Granma, la lucha en la Sierra y el choque posterior con el imperialismo estadounidense. La decisión de resistir y el coraje espartano del pueblo cubano, en un combate que confirmó la posibilidad de la resistencia, serán recordados por los siglos futuros como acontecimientos épicos de la Historia de la humanidad.
Ocurre que lo épico no puede ser explicado por la razón. Para comprender la excepción Fidel, los tratados de ciencia política son insuficientes.
Identifico en él una síntesis de héroes mitológicos y de héroes modernos que lo han inspirado en un batallar que ya se transformó en Historia. Fidel trae a la memoria a Aquiles, Martí y Bolívar.
Del griego y el venezolano heredó el coraje sobrehumano y el hambre de los retos de apariencia imposible. Pero Fidel no sintió nunca la sed de gloria que Bolívar no dominó. La no ambición fue su compañera permanente. Contrariamente a Aquiles no atravesó el mar para destruir Troyas contemporáneas; su gente atravesó un océano pero para llevar solidaridad a pueblos que combatían por la libertad.
Del cubano Martí aprendió que Revolución ninguna puede vencer sin fidelidad a una concepción ética de la vida, sin amor por el hombre. Y, por humano, presenta también algunos defectos de los tres.
Al redactar estas líneas recuerdo una conocida afirmación suya: el deber del revolucionario es hacer la Revolución. Pocos hombres en milenios de Historia han colocado con tanta coherencia su vida al servicio de ese objetivo, erigido en infinito absoluto.
Lo imagino en su cama, insensible al huracán de calumnias desencadenado por su enfermedad y emocionado por el otro huracán, el del afecto, respeto y admiración. Los revolucionarios de todos los pueblos, doquiera que se encuentren le desean un rápido restablecimiento. Le agradecen lo que hizo por la humanidad.
Fidel casi transportó en hombros el Estado y el Partido en momentos de crisis. Y eso fue negativo. Por tener conciencia de la ley de la vida, sabe que exigió de su cuerpo mortal mucho más de lo que podía y debía. Exageró.
Recuperada la salud, podrá ser por algunos años más una conciencia actuante de la humanidad revolucionaria si, alejado de agotadoras tareas del cotidiano, utiliza el tiempo para transmitir a su pueblo y al mundo el saber y la experiencia acumulados, su lección de moderno Aquiles, de discípulo de Bolívar.
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