El espectáculo del derribo del muro
de Berlín fue acompañado por las espectaculares roturas, caídas o
retiros de las estatuas de próceres del comunismo, como si su señal
contaminase, como si un nuevo dominio religioso arrasara el paganismo.
Tras la caída del campo socialista europeo, se hizo patrón de juicio decretar por terminada la prolongada Guerra Fría. El espectáculo del derribo del muro de Berlín fue acompañado por las espectaculares roturas, caídas o retiros de las estatuas de próceres del comunismo, como si su señal contaminase, como si un nuevo dominio religioso arrasara el paganismo. En nombre de la libertad de expresión, se ejecutaba uno de los actos que, a lo largo de la Historia, todos los conquistadores se han visto forzados a llevar: destruir los símbolos de la cultura que se pretende someter y suplantarlos por aquellos que como auténticos se imponen. Alejandro Magno, glorificado justo por la expansión de su imperio, comprendió, en su avance hacia Oriente, que era imposible cambiar la cultura del conquistado si no era comprendida a fondo por el conquistador. De ahí que obligara a su ejército a aprender las costumbres y lenguas de los pueblos que invadía. De ahí que el espíritu de superioridad de la civilización que considera al otro bárbaro, le reproche tan fuertemente su proceso de “orientalización”.
Con la fiebre de derribo de estatuas que enfermó a la caída del socialismo europeo, de conjunto con la condena radical de todo cuanto tuviese que ver con el marxismo, se emprendía el ejercicio tradicional de simbolización del fin de la conquista. Al parecer, la victoria correspondía a un capitalismo en crisis, aunque resistente a lo que se llamó, no sin intención de lenguaje de Guerra Fría, el Socialismo Real. Las oposiciones semánticas quedaban extendidas en una maniquea división: el Socialismo real como fracaso del pasado y el capitalismo como sistema capaz de armonizar las libertades ciudadanas.
Especialistas como Michael Hardt y Toni Negri se hicieron eco de la idea de que, como en el esplendor del Imperio romano, los pueblos del mundo podían vivir en armonía bajo el dominio del Imperio (así nombraron su obra cumbre), con el consenso de las Naciones Unidas y gracias a las nuevas tecnologías de la información.
Se hizo regla obligatoria al emitir el juicio, declararse firmante del decreto que finalizaba con la Guerra Fría. Solo quedaba enfrentar el difícil trance del choque de civilizaciones, para que el bárbaro cediese en su herejía de vivir bajo costumbres diferentes y asumiera las normas del derecho romano, ya extendidas a los patrones de la Democracia convencional del Occidente. Emancipación, alienación, y otros conceptos vivos en el día a día, quemantes en la piel de los trabajadores, de los subempleados y los discriminados, fueron directamente censurados por el nuevo patrón de propaganda, que los teóricos llamaron “El nuevo paradigma”.
Sin embargo, lo que se declaraba como fin no era más que el cierre de un capítulo necesario para ese capitalismo en crisis, que se había detenido demasiado en el cumplimiento de su fase final: concluir con el reparto del mundo para las grandes potencias. Una vez más, y de conjunto entre las potestades de Estado, los intereses comerciales, la propaganda mediática y la legitimación jurídica, se naturalizaba el derecho de conquista. Ese “derecho”, llegaba de la mano del saqueo empresarial monopolista, que ha conseguido someter los poderes del Estado a su voluntad estricta, ha comprado los mecanismos informativos y académicos y ha relativizado el valor del Derecho y la soberanía en el espíritu mismo de las leyes. El derecho de veto, como el ejercido por los EEUU en la reciente Cumbre de las Américas, muestra hasta qué punto esa relativización se convierte en hegemonía “legítima”.
De cara a la explosión liberadora de los monopolios, y sin la antigua fuerza polar que contenía la expansión a todos los rincones del Planeta, el imperialismo del siglo XXI reedita el capítulo de la Guerra Fría mediante la lucha contra el terrorismo. Por ironía, los terroristas se hallan en naciones de subsuelos ricos, con recursos naturales imprescindibles para proyectar un nuevo capítulo en el culebrón de resistencia a la crisis sistémica. Y el terrorismo se identifica también por la capacidad de desafío antimperialista, con lo cual la diferencia cultural se asume en el imaginario occidental como barbarie inusitada a estas alturas del progreso civilizatorio. A estas mismas alturas de la Historia, sin embargo, el imperio británico mantiene su pretendido derecho a ocupar las Isla Malvinas y, desde luego, a seguir explotando sus recursos naturales. Menos evidente, aunque igualmente cierta, es la invasión empresarial a todas las zonas de recursos naturales del Planeta.
En ese constante accionar, permanecen vigentes los procedimientos de la Guerra Fría, aunque el gattopardismo de turno establece una renovación terminológica casi radical. No es tampoco baldío este ejercicio, pues la terminología que sustenta el proceso de emancipación de las naciones, y, como consecuencia, de sus pueblos, proviene de la teoría que propone ser parte de la praxis social y no un conglomerado epistemológico para subir el rango de los académicos. De ahí que sea importante para la hegemonía imperialista decretar vencido, por su tufo “de Guerra Fría”, términos como imperialismo, monopolio, enajenación, etcétera etcétera. Y, por supuesto, los mecanismos prácticos de la acción política y social que los enfrentan. Con votar en el show del sistema de Partidos políticos debe alcanzarle al ciudadano para ejercer su libertad y no ser víctima de esas ideologizaciones vencidas por la (su) Historia. Y con desbarrar en cantinas y espacios privados y, más que todo, con adquirir muchos productos de consumo efímero.
De momento, la terminología de ofensiva responde a los nuevos (que son los viejos con barniz juvenil y tecnológico y aun más caros trajes) legitimadores del acto de conquista, que convierte al consumo en fetiche, a las cifras en éxito rotundo y al ser humano en un actor de reparto en el spot del producto. Y esa, por curiosa ironía, es la norma que acude a valorar el comportamiento con que a Cuba se hostiga, víctima diaria de esos procedimientos de Guerra Fría que como arcaicos se declaran, en tanto se asumen en la práctica con perfecto cinismo.
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