Cada vez somos más las personas que queremos liberarnos de la mayor
doctrina de las últimas décadas: el consumo; bajo la promesa de una
felicidad simulada nos hemos convertido en consumidores autómatas.
Desde hace décadas el aparato mediático cerró filas para promover un
estilo de vida basado en una simple actividad: consumir. Aparentemente
la élite percibió en el consumo al mejor aliado de un sistema financiero
que venía gestándose desde el Renacimiento y que consagró su desarrollo
con el surgimiento de las grandes corporaciones.
Analizando, incluso superficialmente, este mecanismo al cual se nos
incentiva cotidianamente a través de distintas vías, es relativamente
fácil percatarse que utiliza, como máximo estimulante, una promesa: la
felicidad. Al asociar el acto de consumir con la posibilidad de que seas
feliz, millones de personas se vuelcan a perseguir ese estado
abstracto, históricamente codiciado, que representa ser feliz.
Pero dentro de la dinámica del consumo la felicidad es algo que jamás se
alcanzara, pues haciendo honor a la épica canción de los Rolling
Stones, “I can’t get no satisfaction”, se trata de un modelo
explícitamente construido para evitar que llegues a tu fin y, en cambio,
vivas atrapado en un proceso simulado de búsqueda de felicidad. Pero
ser esclavo de este espejismo no es la única consecuencia de volcarte a
consumir. También existen otros efectos como la pérdida de identidad, la
alienación e incluso la pérdida de una autoestima genuina.
Y es que a fin de cuentas el problema de raíz, que origina las
consecuencias recién mencionadas, se debe a que una persona deposita su
identidad (esto es, su capacidad de diferenciación con respecto a la
otredad) alrededor de los artículos y productos que compra.
Paralelamente se olvida de buscar respuestas en su interior, desestima
por completo el auto-conocimiento y comienza a asociar íntimamente su
valor como individuo a aquellos objetos que posee. Y es precisamente por
estas características psicosociales que el consumismo termina por ser
una eficiente prisión para millones de personas.
A pesar de que el consumismo es un estilo de vida que ya estas alturas
pudiese considerarse añejo, lo cierto es que con el paso del tiempo
hemos sido testigos de manifestaciones cada vez más patológicas en torno
a este fenómeno. Desde iglesias adquiridas para transformarlas en
centros comerciales (con el peso simbólico que lleva implícita esta
acción) o personas que venden sus propios órganos para adquirir el
gadget de moda, hasta estudios que confirman que ciertas marcas activan
la misma región neurológica en algunas personas que la detonada por
principios religiosos.
Pero si bien estamos parados en el clímax del consumismo, también
podríamos hablar de que, tal vez, estamos también viviendo el apogeo de
una conciencia que eventualmente pudiese obligar a un rediseño de la
actual filosofía de vida, algo que inevitablemente terminaría por
impulsar un replanteamiento de las estructuras económica, cultural y,
por qué no, psicosocial.
Esta conciencia ha encarnado en diversos movimientos que intentan hacer
frente a la inercia masiva, sagazmente manipulada, que envuelve a la
mayoría de la población. Hace unos días se habló en Pijama Surf de un
movimiento global conocido como los Freegans, el cual, si bien fue
tejiéndose desde principios de los setentas, en realidad no llegó a
consumarse como tal hasta hace poco menos de veinte años. Sus miembros,
además de ser veganos, una estricta corriente vegetariana, promueven la
recolección de deshechos aún aprovechables (recordemos que uno de los
axiomas del consumismo es desechar prontamente para sustituir el
producto por uno nuevo).
Los Freegans han declarado una guerra frontal al comercio convencional y
en especial a ciertos anti-valores que sostienen el actual sistema como
la avaricia, la frivolidad y el materialismo. A cambio enarbolan como
bandera la promoción de la generosidad, la libertad y la cooperación.
Otro movimiento interesante de reciente creación es el llamado
“Decrecimiento”. Esta corriente propone la disminución del consumo y la
producción controlada, teniendo como premisa el respeto al medio
ambiente, a la coexistencia de ecosistemas y al ser humano. Como su
nombre lo indica, el Decrecimiento condena la máxima que rige el actual
sistema financiero, es decir, el crecimiento económico a toda costa.
Vale la pena enfatizar en que, según ha sido probado, el hecho de que un
país crezca económicamente pocas veces se traduce en una mayor calidad
de vida para sus habitantes.
Sustentado en una teoría expuesta por el filósofo y escritor Nicholas
Georgescu-Roegen en su obra sobre bioeconomía The Entropy Law and the
Economic Process (1971), el Decrecimiento tiene como antecedentes las
corrientes anti-industriales del siglo XIX, encabezadas por Henri David
Thoreau, en Estados Unidos, y Lev Tolstoi, en Rusia. Esta corriente
remarcaba el valor de la individualidad y favorecía la creatividad sobre
la rentabilidad.
En palabras el profesor español Carlos Taibo, un activo promotor de este
movimiento alter-económico, quedan impresas las principales razones
para condenar el crecimiento económico:
«En la percepción común, en nuestra sociedad, el crecimiento económico
es, digamoslo así, una bendición. Lo que se nos viene a decir es que
allí dónde hay crecimiento económico, hay cohesión social, servicios
públicos razonablemente solventes, el desempleo no gana terreno, y la
desigualdad tampoco es grande. Creo que estamos en la obligación de
discutir hipercríticamente todas estas. ¿Por qué? En primer lugar, el
crecimiento económico no genera —o no genera necesariamente— cohesión
social. Al fin y al cabo, este es uno de los argumentos centrales
esgrimidos por los críticos de la globalización capitalista. ¿Alguien
piensa que en China hay hoy más cohesión social que hace 15 años? [...]
El crecimiento económico genera, en segundo lugar, agresiones
medioambientales que en muchos casos son, literalmente, irreversibles.
El crecimiento económico, en tercer término, provoca el agotamiento de
los recursos que no van a estar a disposición de las generaciones
venideras. En cuarto y último lugar, el crecimiento económico facilita
el asentamiento de lo que más de uno ha llamado el “modo de vida
esclavo”, que nos hace pensar que seremos más felices cuantas más horas
trabajemos, más dinero ganemos, y sobre todo, más bienes acertemos a
consumir.
»Por detrás de todas estas aberraciones, creo que hay tres reglas de
juego que lo impregnan casi todo en nuestras sociedades. La primera es
la primacía de la publicidad, que nos obliga a comprar aquello que no
necesitamos, y a menudo incluso aquello que objetivamente nos repugna.
El segundo es el crédito, que nos permite obtener recursos para aquello
que no necesitamos. Y el tercero y último, la caducidad de los
productos, que están programados para que, al cabo de un periodo de
tiempo extremadamente breve, dejen de servir, con lo cual nos veamos en
la obligación de comprar otros nuevos».
Pero más allá de reclutarte en las filas de alguna corriente
anti-consumista —de convertirte en Freegan, en Decreciente o en alguna
otra de estas loables tribus contemporáneas— lo cierto es que si quieres
hackear tu propio estilo de vida consumista basta con esforzarte un
poco para ejercer conciencia cotidiana sobre tus actos, sobre tu
auto-percepción y sobre tus principios.
Sería interesante que recapitularas un poco a propósito de tus
posesiones materiales, con una perspectiva crítica, tratando de definir
cuáles de ellas inciden realmente sobre tu calidad de vida. Y no se
trata de abandonar todas tus pertenencias como Daniel Suelo, el dharma
blogger, e irte a la montaña (lo cual tal vez no te haría mal). Se trata
de entender cuáles son los objetos, artículos o productos que realmente
enriquecen tu vida y te acercan a ese edénico estado que te promete el
consumo, la felicidad.
Y ya entrado en esa reflexión, también sería bueno que analizaras
aquello que en realidad te aporta felicidad (tratando de excavar más
allá de los múltiples espejismos a los que hemos decidido atarnos).
Finalmente, valdría la pena que definieras tus cualidades personales,
tus mayores virtudes, con respecto al entono, incluyendo obviamente a la
gente que te rodea, pero también respecto a tu propia persona. Y al
final de este nutritivo proceso, lo más probable es que termines por
darte cuenta de que gozas de una identidad propia, que tu rol social
poco tiene (o poco debería tener) que ver con lo que consumes, que vives
rodeado de objetos que difícilmente harán más lúcida tu existencia, que
pasas la mayor parte de tu vida trabajando para poder comprar cosas que
ni siquiera quieres y, sobretodo, que la felicidad, por naturaleza, no
tiene precio.
Autor: Lucio Montlune
No hay comentarios.:
Publicar un comentario