En torno a la fiesta del Corpus Christi
es bueno recordar que una línea vertical divide a los seres humanos
entre vencedores y vencidos, aliados y enemigos, fieles y herejes. Baja
desde la abstracción del lenguaje, consustanciado en ideologías y
creencias religiosas, hasta alcanzar su punto más cruel: la segregación
de cuerpos.
“Una rosa es una rosa es una rosa”, declamaba Gertrude Stein. Todos de acuerdo. Sin embargo no hay consenso en que “una persona es una persona es una persona”. Los nazistas les niegan a los judíos el derecho a la vida, igual que hay judíos que se sienten superiores a los árabes, y árabes que asesinan a cristianos que no comulgan con sus creencias, y cristianos que excomulgan espiritualmente a judíos, musulmanes, comunistas, homosexuales y seguidores del candomblé.
Una persona es su cuerpo. Vive al alimentarlo y hace de él expresión de amor y engendra nuevos cuerpos. Muerto el cuerpo, desaparece la persona. Sin embargo llegamos a las puertas del tercer milenio en un mundo dominado por la cultura necrófila de la exaltación de cuerpos deslumbrantes por su fama, belleza y riqueza, y la exclusión de cuerpos condenados por la pobreza.
En el listín telefónico de Santa Mónica, USA, aparece el número de la Fundación Elizabeth Taylor contra el aids. Pero no hay ninguna fundación contra el hambre, siendo que esta mata mucho más que aquella. ¿Por qué el aids moviliza más que el hambre? Porque no hace distinción de clases. El hambre es un problema de los oprimidos y amenaza a un tercio de la humanidad. Los premiados por la lotería biológica, nacidos en familias que pueden darse el lujo de comer menos para no engordar, son indiferentes a los hambrientos o se dedican a actividades caritativas, con la debida cautela de no cuestionar las causas de la pobreza.
Se clonan cuerpos, pero no la justicia. Carnicerías virtuales, los kioskos de revistas exaltan la exuberancia erótica de los cuerpos, sin que se dé un espacio semejante para las ideas, los valores, las subjetividades, espiritualidades y utopías. Menos librerías, y más gimnasios. Moriremos todos esbeltos y saludables; el cadáver, cual coloso impávido, no tendrá ni celulitis…
La política de las naciones puede ser avalada con justicia por el modo como la economía se las tiene con la concretez de los cuerpos, sin excepción.
En un mundo en el que el refinamiento de los objetos de lujo merece una veneración mucho mayor que el modo en que son tratados millones de hombres y mujeres; en que el valor del dinero se sobrepone al de las vidas humanas; en que las guerras funcionan como motor de prosperidad; es hora de que nos preguntemos cómo es posible que haya cuerpos tan perfumados con mentalidades y prácticas tan hediondas. Y por qué ideas tan nobles y gestos tan hermosos florecieron en los cuerpos asesinados de Jesús, de Gandhi, de Luther King, del Che Guevara y de Chico Mendes.
El límite del cuerpo humano no es la piel, es la Tierra. Somos células de Gaia. Queda por lograr que esta certeza se implante en la conciencia, allí donde el espíritu adquiere densidad y expresión.
“Una rosa es una rosa es una rosa”, declamaba Gertrude Stein. Todos de acuerdo. Sin embargo no hay consenso en que “una persona es una persona es una persona”. Los nazistas les niegan a los judíos el derecho a la vida, igual que hay judíos que se sienten superiores a los árabes, y árabes que asesinan a cristianos que no comulgan con sus creencias, y cristianos que excomulgan espiritualmente a judíos, musulmanes, comunistas, homosexuales y seguidores del candomblé.
Una persona es su cuerpo. Vive al alimentarlo y hace de él expresión de amor y engendra nuevos cuerpos. Muerto el cuerpo, desaparece la persona. Sin embargo llegamos a las puertas del tercer milenio en un mundo dominado por la cultura necrófila de la exaltación de cuerpos deslumbrantes por su fama, belleza y riqueza, y la exclusión de cuerpos condenados por la pobreza.
En el listín telefónico de Santa Mónica, USA, aparece el número de la Fundación Elizabeth Taylor contra el aids. Pero no hay ninguna fundación contra el hambre, siendo que esta mata mucho más que aquella. ¿Por qué el aids moviliza más que el hambre? Porque no hace distinción de clases. El hambre es un problema de los oprimidos y amenaza a un tercio de la humanidad. Los premiados por la lotería biológica, nacidos en familias que pueden darse el lujo de comer menos para no engordar, son indiferentes a los hambrientos o se dedican a actividades caritativas, con la debida cautela de no cuestionar las causas de la pobreza.
Se clonan cuerpos, pero no la justicia. Carnicerías virtuales, los kioskos de revistas exaltan la exuberancia erótica de los cuerpos, sin que se dé un espacio semejante para las ideas, los valores, las subjetividades, espiritualidades y utopías. Menos librerías, y más gimnasios. Moriremos todos esbeltos y saludables; el cadáver, cual coloso impávido, no tendrá ni celulitis…
La política de las naciones puede ser avalada con justicia por el modo como la economía se las tiene con la concretez de los cuerpos, sin excepción.
En un mundo en el que el refinamiento de los objetos de lujo merece una veneración mucho mayor que el modo en que son tratados millones de hombres y mujeres; en que el valor del dinero se sobrepone al de las vidas humanas; en que las guerras funcionan como motor de prosperidad; es hora de que nos preguntemos cómo es posible que haya cuerpos tan perfumados con mentalidades y prácticas tan hediondas. Y por qué ideas tan nobles y gestos tan hermosos florecieron en los cuerpos asesinados de Jesús, de Gandhi, de Luther King, del Che Guevara y de Chico Mendes.
El límite del cuerpo humano no es la piel, es la Tierra. Somos células de Gaia. Queda por lograr que esta certeza se implante en la conciencia, allí donde el espíritu adquiere densidad y expresión.
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