La
destitución del ex presidente Fernando Lugo en Paraguay ya es un hecho.
En los últimos años fueron varios los intentos infructuosos de juicio
político para sacar al presidente electo. La Constitución paraguaya
heredada permitía esta maniobra sin explicitar ni reglamentar cómo
proceder en este caso. Las muertes de Caraguaty fueron
instrumentalizadas para abrir el proceso de destitución de Lugo. El
Congreso y el Senado dominados por los partidos tradicionales Colorado
(derechista) y Liberal (centroderecha) hicieron la demanda y la
sentencia en tiempo record. El jueves pasado, el Partido Liberal acordó
retirar el apoyo al presidente, y respalda la maniobra colorada de
juicio político reglamentada instantánemente. En tiempo record, el
Senado fue convocado para dictar una ya sentencia anunciada acusando
políticamente al presidente por “complacencia con la agitación agrícola y
fomentar la lucha de clases”. En total, menos de 36 horas para derrocar
a Lugo y sustituirlo por su vicepresidente Federico Franco, del Partido
Liberal, y fiel a los poderes económicos del país.
El Poder Legislativo a menudo funciona como caja de resonancia de la resistencia al cambio de las elites políticas tradicionales.
Enmarcados en esa conflictividad que se libra al interior del Estado como campo de disputa, se han producido en los últimos años diversos intentos de desestabilización, destitución y restauración oligárquica en varios países latinoamericanos: los intentos fallidos de Venezuela 2002, Bolivia 2008 y Ecuador 2010; los golpes exitosos de Honduras 2009 y Paraguay 2012. ¿Cuál es la lectura latinoamericana de estos golpes? Se trata de movimientos que modifican la geopolítica regional en plena transición mundial. La Comunidad Andina de Naciones (CAN) fue desintegrada gracias a la irrupción de la Unión Europea, que forzó la ruptura del bloque firmando tratados de libre comercio con Perú y Colombia. La derecha se alínea en la Alianza del Pacífico (Colombia, México, Chile y Perú), con quienes Estados Unidos tiene acuerdos bilaterales de libre comercio. La Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA) se quedó sin tanta energía después del golpe sufrido por Honduras cuando el presidente Zelaya decidió insertarse en ella. Esta ALBA más tenue también se explica por la preponderancia creciente del tándem Brasil-Argentina, muy centrados en la construcción de Mercosur.
La Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) se disputa la hegemonía en América latina hasta ahora en manos de la OEA. Y en medio de todo esto, Unasur, como gran árbitro regional y principal espacio de entendimiento. Este baile de acrónimos no es más que el juego geopolítico en el que cada país latinoamericano toma decisiones. Paraguay, como país inserto en condiciones desfavorables en la dinámica internacional, también tenía que revisar cómo dejar de ser un país aislado y dependiente, para pasar a ser un país soberano en conciliación con una integración regional más justa. Los poderes económicos paraguayos, muy concentrados en la agroexportación y en los oligopolios importadores, no estaban por la labor de ningún cambio de sus ventajas comparativas acumuladas originariamente. Por eso, no querían que Venezuela ni Ecuador entraran en el Mercosur. Tampoco Unasur como propuesta de la nueva arquitectura regional. El modelo de la oligarquía paraguaya no es el de la integración regional, sino el de los acuerdos comerciales típicos de una economía de base estrecha, que descansa en la exportación de la carne y soja y en la importación de la base material y financiera para el creciente consumo. Esto es, el conocido patrón de desarrollo desigual, exitoso para unos pocos y nefasto para las mayorías.
El nuevo “golpismo blando” sigue un patrón que difiere de los golpes militares tradicionales, y en el que los poderes conservadores provocan o se aprovechan de situaciones de crisis a partir de las cuales alteran la correlación de fuerzas en el Estado para destituir al presidente, pasando por encima de la soberanía popular, pero relativamente dentro de la procedimentalidad institucional.
En estos procesos, la violencia reaccionaria nunca está ausente, pero juega sólo un papel auxiliar, comparada con el de los medios de comunicación empresariales como generadores de la narrativa de la crisis, de la representación del gobierno como “aislado” –pese a contar con un apoyo popular mayoritario pero invisibilizado– y de la conflictividad y el enfrentamiento, que requerirían una “restauración conservadora” de la democracia, que ponga fin a su mal uso por mandatarios “populistas” y por una irrupción de masas siempre motivo de desconfianza. Los nuevos golpes se ubican en la tensión, al interior del Estado, entre la soberanía popular y sus vetos oligárquicos, y en la escala regional, entre integración soberana y subordinación internacional.
* Iñigo Errejón es doctor e investigador en
Ciencias Políticas en la UCM. Alfredo Serrano es doctor en Economía por
la UAB. Ambos son miembros de la Fundación CEPS.
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