viernes, 3 de junio de 2011

Ha muerto Ben Laden, Koldo Campos

Y me disculpan que apele a este tipo de letra llamado “Broadway” porque la noticia lo requiere, aunque si es su gusto, la copio en otro estilo más abajo.
La última muerte de Ben Laden pone de manifiesto hasta qué punto, entre sus tantas carencias, precisan los Estados Unidos de prestidigitadores. Su nueva muerte es uno de los ejemplos que mejor explican esa urgencia.
Las primeras apariciones en los medios de comunicación de Ben Laden, hace ya bastantes años, lo significaban como un paladín de la libertad enfrentado al imperialismo soviético en Afganistán.
En aquel entonces, el Ben que se convertiría en Bin, a sueldo de la CIA, era parte distinguida, todavía, de la muy ilustre familia Laden, íntima de los Bush y con notables y millonarios negocios en Estados Unidos.

Pero el Bin, que entonces era Ben, tras la retirada de los soviéticos de Afganistán, enfiló sus enojos hacia quienes lo armaran, celebrando el derrumbe de las Torres Gemelas y amenazando con nuevas represalias. Poco antes había muerto en extraño accidente aéreo ocurrido en Estados Unidos un hermano suyo y socio del presidente George W. Bush y es sabido que, con el espacio aéreo estadounidense cerrado inmediatamente ocurriera el ataque del 11 de septiembre, un avión cargado con los Laden abandonó Estados Unidos rumbo a Arabia Saudita, país del que procedían la casi totalidad de los implicados en los atentados.

Con la invasión estadounidense a Afganistán, la presencia de Ben Laden, ya convertido en Bin, que el ben sonaba demasiado a judío, se hizo tan habitual en los medios de comunicación como las crónicas bursátiles. Todas las mañanas, el Bin que fuera Ben recorría en caravana de camellos el desierto afgano junto a sus esposas e hijos, eludiendo los bombardeos, antes de refugiarse en Kandahar, de donde el Bin que fuera Ben lograba escapar disfrazado de mulá, en una guerra que no era guerra y en la que murieron más periodistas que marines.
Para la noche, ya el Ben transformado en Bin buscaba protección en las montañas de Tora Bora para reaparecer horas más tarde en Pakistán y terminar el día, el Bin que fuera Ben, entrando en una fábrica de explosivos de Sudán que no era fábrica.
Dentro de un mismo informativo, el Bin-Ben era descubierto orando en una mezquita de Somalia y, al mismo tiempo, vendiendo heroína al por mayor en un mercado de Kabul. Y entre sus fugaces y permanentes incursiones aquí y allá, el Ben-Bin, localizado en todas las ciudades y sin que apareciera en ninguna, todavía tenía tiempo para grabar algunos videoclips cargados de amenazas en las montañas filipinas y en el desierto marroquí.
Sólo en Cuba y en Iraq, por alguna inexplicable falla de los servicios de fabulación, no se reportó la presencia del famoso fugitivo, lo que no fue obstáculo para que fuera Iraq, precisamente, la siguiente nación invadida so pretexto de unas armas que nunca aparecieron, y de una complicidad que jamás se demostró.
Acaso porque tanto el Ben como el Bin ya estaban muertos, de emitir todos los días sus proféticas y televisadas amenazas pasó al más absoluto ostracismo durante años hasta que, curiosamente, tres días antes de un envite electoral estadounidense, el Bin y el Ben, suerte de Big Bang, reaparecieron profiriendo más y nuevas amenazas para convencer a los indecisos votantes de la necesidad de que George W.Bush se reeligiera sin necesidad de fraude electoral alguno.  
“Tenemos que ser fuertes”, repetía George Bush a su parlamento y a sus ciudadanos, urgido de más tiempo y más recursos.
“Estados Unidos es débil”, le secundaba de inmediato Ben Laden, luego de tres años de silencio.

Como si fuera un espectro del pasado al que se invoca, el eco respondía a la llamada de su voz y volvía Ben Laden a dejar oír su oportuna amenaza para que si alguien dudaba, todavía, en Estados Unidos, de la necesidad de ser más fuertes, confirmara a través de su más aliado enemigo lo vulnerables que eran y son.
Extraña la complementaria coincidencia entre Bush y Ben. Siempre a la voz le sucedía el eco para reiterar el mismo mensaje. La penúltima vez que coincidieron faltaban horas para que fueran a las urnas los estadounidenses y, como es costumbre, el encuentro sirvió para que ambos se restituyeran la credibilidad que habían perdido, uno como presidente amenazado; el otro, como difunto que amenaza.

Tres años más tarde volvía la casualidad a entremezclar sus discursos. Cuando más solo comenzaba a quedarse Bush en su demanda de obtener más recursos y tiempo para seguir arrasando Iraq, Ben Laden reaparecía secundando al presidente.
“Necesitamos ser más fuertes” decía la voz. “Son vulnerables” repetía el eco.

Para no ser menos, también Obama comenzó su mandato disfrutando de los beneficios de la prestidigitación de que gozara Bush, sacándose del sombrero una nueva sucursal de Al Qaeda en Yemen y otro nuevo país que integrar en el eje del mal.
Ahora resulta que lo han vuelto a matar. ¡Oh my Goog! ¿Otra vez?
Pues sí, que así son los estadounidenses. Tienen que matarte unas cuantas veces para confirmar que tú sigues con vida. El problema es que el prestidigitador que acabó con la enésima existencia de Ben Laden, terminada la función, en lugar de guardar el cadáver en su baúl de feriante decidió arrojarlo al mar… No hay cuerpo, pero ¿cómo dudar de los sepultureros?

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