jueves, 12 de enero de 2012

¡No se olviden de Lybia! 2 de 4



Si la derecha, en especial los conservadores franceses, opta por injerencias cada vez más abiertas en los países del Sur, es porque, más allá de los intereses económicos (sobre todo energéticos) de las grandes corporaciones que operan en el Sur, las aventuras exteriores siempre son bienvenidas en periodos de crisis interna grave.

El resultado global ha sido, si no la muerte del derecho internacional, al menos su entrada en coma profundo.


 1. La exclusión de la Libia de Gadafi del beneficio del derecho internacional

En un continente donde las elecciones generalmente son puras farsas, la elección presidencial de Costa de Marfil en 2010, verdadero ejemplo de manual, adulterada por una rebelión armada de más de ocho años que contaba con el respaldo de Francia y ocupaba todo el norte del país, dio paso a una intervención de la ONU y del ejército francés para sacar por la fuerza al presidente Gbagbo.
La ocupación total de Costa de Marfil por los rebeldes en 2011, con el apoyo de la ONUCI y las tropas francesas de la Licorne, plagada de matanzas (como la de Duekoué), apenas provocó reacciones de los juristas franceses). Parece que los pretextos aducidos por las autoridades francesas (represión contra manifestantes civiles, no respetar el resultado de las «elecciones») han sentado la doctrina prevaleciente en el pensamiento político, que evita proceder a las verificaciones necesarias de las alegaciones políticas oficiales.
En nombre de una «legitimidad democrática» indefinida, aprobada por la mayoría coyuntural del Consejo de Seguridad, «estimulada» por un estado juez y parte, hemos llegado al extremo de admitir que un régimen sea derribado por la fuerza para instalar otro, con el apoyo de una de las partes beligerantes. Con varios meses de intervalo, la intervención en Libia forma parte de la estrategia aplicada en Costa de Marfil, que tiene poco que ver con la política de respaldo tardío a los movimientos populares de Túnez y Egipto. Brutalmente, en nombre de una amenaza para los opositores al régimen de la Yamahiriya cuyo carácter improbable ha demostrado Rony Brauman, a Libia se le negó la condición de sujeto pleno de derecho internacional, de «miembro regular» de la comunidad internacional.
Bastó una manifestación el 15 de febrero de 2011 en una ciudad del país, seguida de un motín el 17 en esa misma ciudad de Bengasi, para que un estado que era miembro antiguo de las Naciones Unidas, había ejercido la presidencia de la Unión Africana y firmado tratados con varios países, en particular con Francia e Italia, fuera expulsado de la comunidad internacional.
El Consejo de Seguridad se basó en informaciones procedentes de fuentes muy parciales sobre los acontecimientos de Bengasi: los de una de las partes en conflicto (los insurgentes) y un medio de comunicación, Al Jazeera, sin llevar a cabo una investigación contradictoria ni buscarle «solución, ante todo, mediante la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación (…) u otros medios pacíficos» (artículo 33 de la Carta).
El Consejo de Seguridad adoptó con extrema precipitación la Resolución 1970 del 26 de febrero, es decir, sólo unos días después de que estallaran los disturbios de Bengasi, a diferencia de muchos otros conflictos en el mundo, que provocan reacciones muy tardías.
No se tuvieron en cuenta las observaciones de India acerca de que «no existía prácticamente ninguna afirmación creíble sobre la situación en el país». Se consideró inmediatamente culpable al estado libio y se decidió que Muammar Gadafi tenía que comparecer ante la Corte Penal Internacional sin un examen contradictorio de los hechos.
A instigación de Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña y pese a la abstención de China, Rusia, India, Brasil y Alemania, se repetía el procedimiento aplicado con Irak, contra el que «había pruebas suficientes», como las que exhibió Colin Powell en 2003, para que Trípoli fuera destruido como lo fuera Bagdad.
La Resolución 1973 del 17 de marzo completaba la 1970 del 26 de febrero. Se basaba en el «deber de proteger a la población civil», sin que el Consejo de Seguridad tuviera reparo en proclamar «su respeto a la soberanía y la independencia» de Libia. Su fin era «el cese de las hostilidades» y de «todas las violencias». Los métodos recomendados para alcanzarlo eran «facilitar el diálogo» mientras se controlaba el espacio aéreo para evitar la intervención de la aviación libia. La OTAN y luego, bajo su mando, sobre todo Francia y Gran Bretaña, se encargaron de ejecutar las resoluciones del Consejo de Seguridad. Se daban todos los elementos de una arbitrariedad ajena a la legalidad internacional.
En primer lugar, la ambigüedad extrema de las resoluciones.
El «deber de proteger preventivamente a la población civil» se parece bastante a la noción de «legítima defensa preventiva», mera elusión de la prohibición de agredir.
Además, la noción de «civiles» es imprecisa.
¿Qué decir de los «civiles» armados? La violencia verbal de Muammar Gadafi no se puede asimilar a una represión ilegal. La noción de «legitimidad democrática» utilizada explícitamente por el Consejo de Seguridad para condenar al régimen de Gbagbo en Costa de Marfil es la referencia implícita que permitió tachar al régimen libio de estado no democrático y amenaza para la paz internacional.
El Consejo de Seguridad y las potencias occidentales se erigen así en jueces de la «validez» de los regímenes políticos en el mundo.
Cabe señalar, de entrada, que estas resoluciones 1970 y 1973 tienen un carácter contradictorio.
Hacen referencia a la soberanía y a la no injerencia pero «autorizan» a los estados miembros de las Naciones Unidas a tomar «todas las medidas necesarias» para la protección de los civiles, «aunque excluyendo el uso de una fuerza de ocupación extranjera de cualquier clase en cualquier parte del territorio libio» y aclarando que los únicos vuelos autorizados sobre el territorio son aquellos «cuyo propósito sea humanitario».
En segundo lugar, estas resoluciones que dicen una cosa y lo contrario (las Naciones Unidas no han creado el Comité de Estado Mayor ni la policía internacional previstos en la Carta) crearon las condiciones para una intervención de la OTAN, cuyos objetivos y declaraciones oficiales evolucionaron rápidamente de la dimensión «protectora» a la dimensión destructora del régimen de Trípoli.
El Consejo de Seguridad, que debería ser una herramienta de conciliación y mantenimiento de la paz, se convirtió de hecho en un instrumento de guerra. La Declaración Común de Sarkozy, Obama y Cameron del 15 de abril de 2011 es significativa: «no se trata de derrocar a Gadafi por la fuerza», pero «mientras Gadafi esté en el poder, la OTAN … debe mantener sus operaciones».
El recurso a la fuerza armada aérea y a los intensos bombardeos (que duraron ocho meses) de las ciudades y vías de comunicación sólo tenían una finalidad, ayudar al CNT de Bengasi y liquidar el régimen de Gadafi, con la promesa de una contrapartida petrolera al término del conflicto.
La intervención terrestre, formalmente prohibida por el Consejo de Seguridad, se produjo incluso antes de que empezaran los ataques aéreos.
El informe del CIRET-AVT [Centro Internacional de Investigación sobre el Terrorismo] y del Ct 2R antes citado revela la presencia de miembros de ciertos servicios especiales occidentales (en concreto la DGSE [servicios secretos franceses]), seguida de la intervención militar en el oeste del país de ciertos grupos «binacionales» llegados de varios países occidentales, sobre todo a través de la frontera con Túnez, que estaba abierta. Las entregas de armas (en especial francesas, vía Túnez) fueron cada vez más importantes. También se ha sabido que intervinieron tropas llegadas de Catar.
De manera significativa, el gobierno francés omitió prácticamente cualquier alusión al derecho internacional. Según él, la legalidad se redujo a una medida procesal: la venia del Consejo de Seguridad, cuando sabemos que sus resoluciones no están sometidas a ningún control de legalidad. Lo paradójico es que para los estados occidentales la invocación permanente de los derechos humanos, la democracia y el humanitarismo en general funciona de un modo selectivo. Aunque esta práctica no es nueva, ahora ya se ha vuelto flagrante.

 En concreto, si nos ceñimos al mundo árabe, las posturas de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña son caricaturescas, tanto por sus políticas unilaterales como por su comportamiento en el Consejo de Seguridad y, en general, en las Naciones Unidas. La situación de los curdos, de la minoría chií en los países del Golfo, la represión en Arabia Saudí, Bahrein y los Emiratos, entre los que se encuentra Catar, aliado beligerante de la OTAN contra Libia, no provocan ninguna reacción: en estos casos los derechos humanos y la democracia no preocupan a las potencias occidentales.
El caso más palpable es el de Palestina. En el Consejo de Seguridad dos o tres países paralizan el respaldo de la mayoría absoluta de los estados miembros de la Asamblea General de las Naciones Unidas a la admisión de Palestina como miembro permanente de la ONU.

Con un «criterio humanitario» muy particular, Estados Unidos y Francia (a su manera) se oponen al reconocimiento pleno del estado palestino ¡porque «podría provocar un recrudecimiento de la violencia, principal obstáculo para la negociación con Israel»!
Después de medio siglo de hostilidad e indiferencia, los países occidentales consideran que el pueblo palestino debe seguir esperando. Por lo tanto su aparatoso respaldo a las «revoluciones árabes» no tiene nada que ver con una posición de principios. «No se puede saludar el advenimiento de la democracia en el mundo árabe y desinteresarse de ella cuando concierne a la cuestión nacional palestina», escribe acertadamente B. Stora. Para las autoridades occidentales hay dos varas de medir la «sensibilidad» por el mundo árabe y el Islam. Todo depende de los intereses que están en juego.
El derecho humanitario y los derechos humanos son completamente ajenos a esto. La guerra de Libia ha dejado muy maltrecho el derecho humanitario.
La «protección de la población civil» no pasó de ser una noción abstracta, en perjuicio de los libios convertidos en víctimas de los bombardeos, el racismo y la xenofobia, en milicianos armados por el extranjero o por el estado, y en personas desplazadas que huían de los combates. A lo que se vino a sumar un fenómeno de huida del territorio libio de cientos de miles de trabajadores extranjeros, en las peores condiciones, ante la indiferencia casi total de los países occidentales y la impotencia de los países vecinos. Las operaciones de la OTAN, cuya fuerza de choque fue el ejército francés, su aviación y sus servicios especiales, no respetaron el derecho humanitario, por mucho que [el ministro francés de Asuntos Exteriores] Juppé reaccionara cual damisela ultrajada cuando alguien «osaba» mencionar las víctimas civiles libias de los bombardeos de la OTAN.
El informe «Libye: un avenir incertain. Compte rendu de la misión d’évaluation auprès des belligérants libyens» (Libia: un futuro incierto. Informe de la misión de evaluación entre los beligerantes libios; París, mayo de 2011) redactado por una comisión de expertos (uno de los cuales es Y. Bonnet, ex director del contraespionaje francés), sobre el que los medios han guardado un silencio casi absoluto, ha dejado constancia de que la revolución libia no ha sido una revolución pacífica, de que los «civiles», ya el 17 de febrero, estaban armados y asaltaron edificios civiles y militares en Bengasi: en Libia no hubo grandes manifestaciones populares pacíficas reprimidas por la fuerza.
La intervención exterior se produjo de manera preventiva menos de 10 días después de los primeros incidentes, y el 2 de marzo, es decir, dos meses después del estallido de los disturbios en el este libio, la Corte Penal Internacional abrió un procedimiento contra Gadafi y su hijo Saif Al-Islam; los bombardeos, que no cesaron durante ocho meses y causaron varios miles de víctimas civiles (ya eran un millar a finales de mayo) perdieron rápidamente su carácter militar para perseguir un fin esencialmente político: derribar el régimen de la Yamahiriya y tratar de acabar con Gadafi y sus allegados con asesinatos selectivos, objetivo que se alcanzó el Sirte el 20 de octubre tras una operación de la aviación francesa. Por eso se bombardearon muchos edificios públicos que carecían de interés estratégico (sobre todo en Trípoli y en las ciudades petroleras Ras Lanuf, Brega y Ajdabiya), como también se bombardearon las vías de comunicación, muchos elementos de infraestructura industrial, monumentos históricos, etc. En conjunto, estos hechos constituyen crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad que deben ser perseguidos por la justicia penal internacional.
En cuanto a los asesinatos selectivos (como los del ejército israelí contra los mandos palestinos) de allegados de Gadafi (incluidos varios niños) y del propio Gadafi (por ejemplo, el bombardeo del domicilio privado de uno de los hijos de Gadafi, que mató a dos de sus nietos), de ninguna manera pueden considerarse parte de una operación de paz y «protección» bajo la bandera de la ONU.
Si la CPI era competente para citar a Gadafi (19), entonces los responsables franceses de los bombardeos y los intentos de asesinato de dirigentes de un estado miembro de las Naciones Unidas, cualesquiera que fuesen las infracciones por ellos cometidas, también son merecedores de las sanciones previstas por el derecho penal internacional.
El caso más flagrante es el asesinato del propio Gadafi, con la colaboración activa de la OTAN y la aviación francesa. La Resolución 1674 del Consejo de Seguridad del 28 de abril de 2006 recuerda que «los ataques dirigidos deliberadamente contra los civiles (…) en situaciones de conflicto armado constituyen una violación flagrante del derecho internacional humanitario».
Los asesinatos selectivos tienen un carácter especialmente criminal: la función de la ONU no es ejecutar penas de muerte. También cabe señalar, entre las ilegalidades flagrantes, los procedimientos seguidos para la congelación de los activos libios públicos y privados.
En efecto, las medidas que se tomaron durante la guerra de Libia no tuvieron en cuenta las resoluciones 1452 (2002) y 1735 (2006) del Consejo de Seguridad.
 Las transferencias hechas por Francia y sus aliados europeos al CNT tampoco han respetado la reglamentación europea. En realidad, el criterio jurídico occidental sobre Libia se parece a las posiciones de G. Scelle en su manual de 1943 sobre la «Rusia bolchevique».
Según este autor clásico, había que considerar a ese régimen «internacionalmente ilegal». No se podía admitir a la «Rusia bolchevique» como sujeto de derecho. De hecho, hasta 1945 no fue admitida parcialmente. Más de medio siglo después, los quebrantamientos de la legalidad cometidos por los países occidentales en Libia no se consideran tales, porque se trataba de destruir un régimen odioso, «ilegal» por naturaleza.

De modo que no sólo a ciertos pueblos, como el palestino, se les niega la calidad de sujetos plenos de derecho internacional; tampoco ciertos estados, miembros de las Naciones Unidas, tienen «derecho al derecho». El criterio que se desprende de esta práctica occidental es que el derecho al derecho internacional no lo tienen los estados, sino los regímenes avalados por las potencias occidentales.

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