De modo que no sólo a ciertos pueblos, como el palestino, se les niega la calidad de sujetos plenos de derecho internacional; tampoco ciertos estados, miembros de las Naciones Unidas, tienen «derecho al derecho».
El criterio que se desprende de esta práctica occidental es que el derecho al derecho internacional no lo tienen los estados, sino los regímenes avalados por las potencias occidentales.
2. Continuidad e imperturbabilidad de los juristas
Para un jurista la primera observación que se impone es el silencio ensordecedor de los internacionalistas, similar al que, como mínimo, hipotecó el carácter científico de sus juicios sobre Irak, Kosovo, Afganistán y Costa de Marfil, por ejemplo.
La doctrina dominante entre los internacionalistas permanece «impasible»: los manuales más recientes no expresan la menor inquietud, aunque evitan ilustrar sus razonamientos académicos con ejemplos tan poco ejemplares. Muchos de estos doctos profesores de derecho internacional se han vuelto ultraciceronianos: ¡Summum jus, summa injuria! En efecto, para Cicerón un exceso de derecho acarrea las peores injusticias. Alineados tras el personal político mayoritario en Occidente, los juristas consideran que cuando el derecho internacional limita demasiado el «mesianismo», aunque sea guerrero, de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, destruye los valores civilizadores de que es portador. La ideología, rechazada formalmente por ellos, está omnipresente en sus análisis: la «legitimidad» prevalece sobre la «legalidad», ¡algo sorprendente tratándose de juristas!
En realidad, admiten de forma implícita que los estados occidentales se regulen a sí mismos en interés del Bien Común. No es que ellos, denodados defensores del «Estado de derecho», menosprecien la legalidad; para estos juristas lo que hacen las potencias occidentales es situarse «por encima» de un «juridicismo inadaptado» en nombre de la «misión» superior que deben cumplir sin trabas.
Dada la inconveniencia de censurar la política exterior de Estados Unidos y su criterio anti multilateralista, tampoco es cuestión de criticar a las autoridades francesas cuando (en pleno auge del «bettato-kouchnerismo» invocan los derechos humanos para justificar sus injerencias en detrimento de la soberanía de países pequeños y medianos.
En 2010-2011 el presidente Sarkozy llevó muy lejos su «bettatismo» cuando extendió el campo de la injerencia al contencioso electoral (¡toda una primicia!): Francia se erigió, junto con Estados Unidos y la ONU, en juez constitucional, en sustitución de la instancia correspondiente de Costa de Marfil, y acabó recurriendo a la fuerza armada para cambiar el régimen de Abiyán, con un intento de asesinato del presidente L. Gbagbo.
La crisis libia ha ido aún más lejos: ha permitido consagrar la noción de «revolución democrática» entre las causas que legitiman la exclusión de la legalidad internacional. Los juristas restablecen así la vieja concepción que hasta mediados del siglo XX (véanse las demostraciones del profesor Le Fur, por ejemplo, en los años treinta y cuarenta) distinguía entre sujetos de derecho internacional y sujetos excluidos de este derecho, creando las condiciones de una nueva hegemonía imperial occidental. No obstante, como la distancia entre el pensamiento jurídico dominante y las posiciones político-mediáticas oficiales tiende a desaparecer, el derecho internacional de los manuales y las revistas académicas sigue siendo un largo río tranquilo, al igual que las páginas que le dedica la Wikipedia. Una parte de estos eminentes autores se centran en los problemas técnicos de la Unión Europea, un «planeta» político más serio, mientras que otros, igual de eminentes, destacan «la resistencia de las soberanías a los progresos del derecho internacional» (!), progresos que califican de «indiscutibles e importantes» en las últimas décadas. La nueva multipolaridad en gestación no goza de su aprecio: tanto a China (calificándola a menudo de «arrogante») como a Rusia les reprochan que hagan uso de su derecho de veto en el Consejo de Seguridad, porque puede provocar «desorden, incapacidad, insuficiencia de organización».
La breve configuración unipolar que sucedió al final de la URSS les gustaba mucho más: gracias a la unipolaridad occidentalista ?que suponían más perdurable? se establecería el imperio efectivo del derecho internacional, el poder que garantizara la «buena gobernanza», por desdoblamiento funcional, dado que Estados Unidos y accesoriamente sus aliados están dotados, sin duda alguna, de una «visión» universalista. En todo caso, el jurista occidental representativo es aquel que no aprecia el principio de soberanía, pese a ser inspirador de la Carta de las Naciones Unidas, tanto más cuanto que el poder del que emana es soberano de facto. Pocas veces habla de «vulneración» de la legalidad, y menos aún de regresión. Sólo hay «interpretaciones», «ajustes» que tienen la finalidad de defender cada vez mejor los intereses de la Humanidad en su conjunto.
El jurista académico prefiere hablar de los «nuevos actores» de la «comunidad» internacional, como las ONG y el «individuo», que están gestando la «sociedad civil» internacional… La intervención militar en Libia se basó (Resolución 1970 y 1973 del Consejo de Seguridad) en la protección de este individuo «civil» amenazado por un poder odioso, lo mismo que hacían ya en el siglo XIX los países europeos, con sus «intervenciones de humanidad» contra le imperio otomano. Las tesis de la Santa Sede son precursoras de las de Bush, Kouchner y Sarkozy.
El jurista británico H. Wheaton justificaba con el mismo criterio la intervención inglesa en Portugal en 1825, según él «conforme a los principios de la fe política y el honor nacional». Asimismo, añadía, estaba justificada «la intervención de las potencias cristianas de Europa a favor de los griegos».
Un siglo después, en 1920, el decano Moye de la Universidad de Montpellier afirmaba sin ambages que «no se pueden negar los beneficios indiscutibles que tantas veces ha acarreado la intromisión (…) Es muy bonito proclamar el respeto a la soberanía incluso bárbara y declarar que un pueblo tiene derecho a ser tan salvaje como le venga en gana.
Pero no es menos cierto que el cristianismo y el orden son fuentes de progreso para la humanidad y que muchas naciones han salido ganando cuando sus jefes, ineptos o tiránicos, se han visto obligados a cambiar sus métodos bajo la presión de las potencias europeas.
La persuasión, por sí sola, no siempre lo consigue, y a veces es preciso beneficiar a la gente a pesar suyo». ¿A quién no le recuerda esto, con apenas variantes, el análisis que han hecho un siglo después las instancias estadounidenses, francesas, británicas y onusianas contra Gadafi y Gbagbo? Sólo quienes, todavía hoy, condenan las expediciones coloniales en nombre de una culpabilidad «infundada», cuando, según la doctrina, se trataba de combatir «la barbarie de los pueblos salvajes, ocupando sin título unos territorios sin dueño», son incapaces de percibir el significado civilizador y humanista de las intervenciones occidentales y la eventual necesidad de crear neoprotectorados, incluso en pequeños países occidentales «mal gobernados».
La Fur, eminente titular de la cátedra de derecho internacional de la Facultad de Derecho de París, autor del Précis Dalloz 1931 y de varios manuales entre 1930 y 1945, flanqueado por otros profesores como Bonfils, Fauchille, etc., hacía hincapié en el tema de la Civilización contra la Barbarie: «hay una incompatibilidad de índole entre nosotros y el árabe» porque «la consigna del árabe es: inmovilidad, y la nuestra es ¡adelante!» (sic). Le Fur, a propósito de la colonización, añade que «Francia ha obrado no sólo en su interés, sino por el bien común de la humanidad».
Para los juristas cortesanos contemporáneos, los estados occidentales, defensores por naturaleza del Bien y el interés general, aspiran, hoy como ayer, a proteger por todos los medios al individuo y a la población civil de los abusos de su propio estado. Pues bien, el libio gadafista es peor que el árabe de antaño: la guerra contra él es «justa».
Nada ha cambiado desde que un autor del siglo XIX como H. Wheaton afirmara, como se hace hoy, que «cuando se atenta contra las bases en que descansan el orden y el derecho de la humanidad» el recurso a la fuerza está justificado.
Además, el Institut de Droit International no compartía «la utopía de quienes quieren la paz a cualquier precio». G. Scelle, en su manual publicado en 1943 en París, hace su contribución afirmando que cuando un estado puede exhibir «una credencial auténtica y probatoria, la prohibición del recurso a las armas parece difícil de admitir».
Hoy en día poco importa que haya surgido un elemento nuevo, los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Francia, para justificar su papel decisivo en la operación contra Trípoli, adujo que poseía todas las credenciales para intervenir, es decir, las que da la ONU, basadas en los derechos humanos, y las que da la OTAN, para salvar a los libios de sí mismos.
Por lo demás, en la doctrina jurídica clásica (Gidel, La Pradelle, Le Fur, Sibert, Verdross, etc.) hay coincidencia en considerar el respeto a la propiedad como principio fundamental de las relaciones internacionales para el mundo civilizado. Según M. Sibert, se trata incluso de «una verdad indiscutible». Pues bien, de todos era conocido, en 2011, el control que tenía el régimen gadafista sobre el petróleo libio, que hasta entonces, para el resto del mundo, era un recurso aleatorio: hoy como ayer, la libertad de comercio «prohíbe» el lucro cesante que acarreaba el acaparamiento tripolitano.
Las voces discrepantes de algunos profesores como Carlo Santulli o P. M. Martin, por ejemplo, se han alzado con fuerza contra la vulneración de la legalidad en el caso libio; no se trata de «defender al régimen» de cara a la opinión pública, «sino simplemente de no transformar el análisis crítico en una propaganda monstruosa».
En Libia, como en Costa de Marfil, el mundo occidental y ante todo el estado francés hicieron coro para deshumanizar al «enemigo» (ya fuera L. Gbagbo o M. Gadafi), a pesar de los contratos firmados bajo su patrocinio con los círculos de negocios: «ni la sangre de los libios ni la de los marfileños tiene ningún valor para nosotros», concluye el profesor C. Santulli.
El jurista y el político de derecha, o de cierta «izquierda», se alinean en las mismas posiciones. La «moral» debe prevalecer sobre el «juridicismo estrecho», como declaró en la prensa marfileña el embajador estadounidense a propósito del presidente Gbagbo. Para el jurista, el positivismo debe ceder el paso al descriptivismo y al realismo.
El debate ya no es de recibo.
Como afirma R. de Lacharrière, «hay que acostumbrarse a la idea de que las controversias doctrinales pertenecen al pasado».
La descripción acrítica y complaciente que hacen los juristas de las políticas exteriores supone una legitimación sin reservas.
La doctrina llamada «científica», muy «occidentalocéntrica», está en sintonía con los grandes medios.
Al adoptar la doctrina de los derechos humanos y la seguridad de que hacen gala las potencias occidentales, que quebranta el conjunto del derecho internacional edificado a partir de 1945q, los juristas aceptan el desdoblamiento funcional autoproclamado de la OTAN y sus miembros portadores de valores euroestadounidenses y «civilizadores».
No está muy claro si se trata de un «derecho» o un «deber» de injerencia, pero se atropella el principio de no injerencia proclamado por la ONU.
Todavía hay algunas vacilaciones sobre el principio de la soberanía (mencionado, por si acaso, en todas las resoluciones del Consejo de Seguridad, incluidas las que lo vulneran), pero la «legitimidad democrática», de confusa definición, es lo que debe prevalecer. No viene al caso cuestionarse la creación de neoprotectorados, ya que oficialmente lo que hay es una asistencia a la «transición democrática».
El criterio que se desprende de esta práctica occidental es que el derecho al derecho internacional no lo tienen los estados, sino los regímenes avalados por las potencias occidentales.
2. Continuidad e imperturbabilidad de los juristas
Para un jurista la primera observación que se impone es el silencio ensordecedor de los internacionalistas, similar al que, como mínimo, hipotecó el carácter científico de sus juicios sobre Irak, Kosovo, Afganistán y Costa de Marfil, por ejemplo.
La doctrina dominante entre los internacionalistas permanece «impasible»: los manuales más recientes no expresan la menor inquietud, aunque evitan ilustrar sus razonamientos académicos con ejemplos tan poco ejemplares. Muchos de estos doctos profesores de derecho internacional se han vuelto ultraciceronianos: ¡Summum jus, summa injuria! En efecto, para Cicerón un exceso de derecho acarrea las peores injusticias. Alineados tras el personal político mayoritario en Occidente, los juristas consideran que cuando el derecho internacional limita demasiado el «mesianismo», aunque sea guerrero, de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña, destruye los valores civilizadores de que es portador. La ideología, rechazada formalmente por ellos, está omnipresente en sus análisis: la «legitimidad» prevalece sobre la «legalidad», ¡algo sorprendente tratándose de juristas!
En realidad, admiten de forma implícita que los estados occidentales se regulen a sí mismos en interés del Bien Común. No es que ellos, denodados defensores del «Estado de derecho», menosprecien la legalidad; para estos juristas lo que hacen las potencias occidentales es situarse «por encima» de un «juridicismo inadaptado» en nombre de la «misión» superior que deben cumplir sin trabas.
Dada la inconveniencia de censurar la política exterior de Estados Unidos y su criterio anti multilateralista, tampoco es cuestión de criticar a las autoridades francesas cuando (en pleno auge del «bettato-kouchnerismo» invocan los derechos humanos para justificar sus injerencias en detrimento de la soberanía de países pequeños y medianos.
En 2010-2011 el presidente Sarkozy llevó muy lejos su «bettatismo» cuando extendió el campo de la injerencia al contencioso electoral (¡toda una primicia!): Francia se erigió, junto con Estados Unidos y la ONU, en juez constitucional, en sustitución de la instancia correspondiente de Costa de Marfil, y acabó recurriendo a la fuerza armada para cambiar el régimen de Abiyán, con un intento de asesinato del presidente L. Gbagbo.
La crisis libia ha ido aún más lejos: ha permitido consagrar la noción de «revolución democrática» entre las causas que legitiman la exclusión de la legalidad internacional. Los juristas restablecen así la vieja concepción que hasta mediados del siglo XX (véanse las demostraciones del profesor Le Fur, por ejemplo, en los años treinta y cuarenta) distinguía entre sujetos de derecho internacional y sujetos excluidos de este derecho, creando las condiciones de una nueva hegemonía imperial occidental. No obstante, como la distancia entre el pensamiento jurídico dominante y las posiciones político-mediáticas oficiales tiende a desaparecer, el derecho internacional de los manuales y las revistas académicas sigue siendo un largo río tranquilo, al igual que las páginas que le dedica la Wikipedia. Una parte de estos eminentes autores se centran en los problemas técnicos de la Unión Europea, un «planeta» político más serio, mientras que otros, igual de eminentes, destacan «la resistencia de las soberanías a los progresos del derecho internacional» (!), progresos que califican de «indiscutibles e importantes» en las últimas décadas. La nueva multipolaridad en gestación no goza de su aprecio: tanto a China (calificándola a menudo de «arrogante») como a Rusia les reprochan que hagan uso de su derecho de veto en el Consejo de Seguridad, porque puede provocar «desorden, incapacidad, insuficiencia de organización».
La breve configuración unipolar que sucedió al final de la URSS les gustaba mucho más: gracias a la unipolaridad occidentalista ?que suponían más perdurable? se establecería el imperio efectivo del derecho internacional, el poder que garantizara la «buena gobernanza», por desdoblamiento funcional, dado que Estados Unidos y accesoriamente sus aliados están dotados, sin duda alguna, de una «visión» universalista. En todo caso, el jurista occidental representativo es aquel que no aprecia el principio de soberanía, pese a ser inspirador de la Carta de las Naciones Unidas, tanto más cuanto que el poder del que emana es soberano de facto. Pocas veces habla de «vulneración» de la legalidad, y menos aún de regresión. Sólo hay «interpretaciones», «ajustes» que tienen la finalidad de defender cada vez mejor los intereses de la Humanidad en su conjunto.
El jurista académico prefiere hablar de los «nuevos actores» de la «comunidad» internacional, como las ONG y el «individuo», que están gestando la «sociedad civil» internacional… La intervención militar en Libia se basó (Resolución 1970 y 1973 del Consejo de Seguridad) en la protección de este individuo «civil» amenazado por un poder odioso, lo mismo que hacían ya en el siglo XIX los países europeos, con sus «intervenciones de humanidad» contra le imperio otomano. Las tesis de la Santa Sede son precursoras de las de Bush, Kouchner y Sarkozy.
El jurista británico H. Wheaton justificaba con el mismo criterio la intervención inglesa en Portugal en 1825, según él «conforme a los principios de la fe política y el honor nacional». Asimismo, añadía, estaba justificada «la intervención de las potencias cristianas de Europa a favor de los griegos».
Un siglo después, en 1920, el decano Moye de la Universidad de Montpellier afirmaba sin ambages que «no se pueden negar los beneficios indiscutibles que tantas veces ha acarreado la intromisión (…) Es muy bonito proclamar el respeto a la soberanía incluso bárbara y declarar que un pueblo tiene derecho a ser tan salvaje como le venga en gana.
Pero no es menos cierto que el cristianismo y el orden son fuentes de progreso para la humanidad y que muchas naciones han salido ganando cuando sus jefes, ineptos o tiránicos, se han visto obligados a cambiar sus métodos bajo la presión de las potencias europeas.
La persuasión, por sí sola, no siempre lo consigue, y a veces es preciso beneficiar a la gente a pesar suyo». ¿A quién no le recuerda esto, con apenas variantes, el análisis que han hecho un siglo después las instancias estadounidenses, francesas, británicas y onusianas contra Gadafi y Gbagbo? Sólo quienes, todavía hoy, condenan las expediciones coloniales en nombre de una culpabilidad «infundada», cuando, según la doctrina, se trataba de combatir «la barbarie de los pueblos salvajes, ocupando sin título unos territorios sin dueño», son incapaces de percibir el significado civilizador y humanista de las intervenciones occidentales y la eventual necesidad de crear neoprotectorados, incluso en pequeños países occidentales «mal gobernados».
La Fur, eminente titular de la cátedra de derecho internacional de la Facultad de Derecho de París, autor del Précis Dalloz 1931 y de varios manuales entre 1930 y 1945, flanqueado por otros profesores como Bonfils, Fauchille, etc., hacía hincapié en el tema de la Civilización contra la Barbarie: «hay una incompatibilidad de índole entre nosotros y el árabe» porque «la consigna del árabe es: inmovilidad, y la nuestra es ¡adelante!» (sic). Le Fur, a propósito de la colonización, añade que «Francia ha obrado no sólo en su interés, sino por el bien común de la humanidad».
Para los juristas cortesanos contemporáneos, los estados occidentales, defensores por naturaleza del Bien y el interés general, aspiran, hoy como ayer, a proteger por todos los medios al individuo y a la población civil de los abusos de su propio estado. Pues bien, el libio gadafista es peor que el árabe de antaño: la guerra contra él es «justa».
Nada ha cambiado desde que un autor del siglo XIX como H. Wheaton afirmara, como se hace hoy, que «cuando se atenta contra las bases en que descansan el orden y el derecho de la humanidad» el recurso a la fuerza está justificado.
Además, el Institut de Droit International no compartía «la utopía de quienes quieren la paz a cualquier precio». G. Scelle, en su manual publicado en 1943 en París, hace su contribución afirmando que cuando un estado puede exhibir «una credencial auténtica y probatoria, la prohibición del recurso a las armas parece difícil de admitir».
Hoy en día poco importa que haya surgido un elemento nuevo, los principios de la Carta de las Naciones Unidas. Francia, para justificar su papel decisivo en la operación contra Trípoli, adujo que poseía todas las credenciales para intervenir, es decir, las que da la ONU, basadas en los derechos humanos, y las que da la OTAN, para salvar a los libios de sí mismos.
Por lo demás, en la doctrina jurídica clásica (Gidel, La Pradelle, Le Fur, Sibert, Verdross, etc.) hay coincidencia en considerar el respeto a la propiedad como principio fundamental de las relaciones internacionales para el mundo civilizado. Según M. Sibert, se trata incluso de «una verdad indiscutible». Pues bien, de todos era conocido, en 2011, el control que tenía el régimen gadafista sobre el petróleo libio, que hasta entonces, para el resto del mundo, era un recurso aleatorio: hoy como ayer, la libertad de comercio «prohíbe» el lucro cesante que acarreaba el acaparamiento tripolitano.
Las voces discrepantes de algunos profesores como Carlo Santulli o P. M. Martin, por ejemplo, se han alzado con fuerza contra la vulneración de la legalidad en el caso libio; no se trata de «defender al régimen» de cara a la opinión pública, «sino simplemente de no transformar el análisis crítico en una propaganda monstruosa».
En Libia, como en Costa de Marfil, el mundo occidental y ante todo el estado francés hicieron coro para deshumanizar al «enemigo» (ya fuera L. Gbagbo o M. Gadafi), a pesar de los contratos firmados bajo su patrocinio con los círculos de negocios: «ni la sangre de los libios ni la de los marfileños tiene ningún valor para nosotros», concluye el profesor C. Santulli.
El jurista y el político de derecha, o de cierta «izquierda», se alinean en las mismas posiciones. La «moral» debe prevalecer sobre el «juridicismo estrecho», como declaró en la prensa marfileña el embajador estadounidense a propósito del presidente Gbagbo. Para el jurista, el positivismo debe ceder el paso al descriptivismo y al realismo.
El debate ya no es de recibo.
Como afirma R. de Lacharrière, «hay que acostumbrarse a la idea de que las controversias doctrinales pertenecen al pasado».
La descripción acrítica y complaciente que hacen los juristas de las políticas exteriores supone una legitimación sin reservas.
La doctrina llamada «científica», muy «occidentalocéntrica», está en sintonía con los grandes medios.
Al adoptar la doctrina de los derechos humanos y la seguridad de que hacen gala las potencias occidentales, que quebranta el conjunto del derecho internacional edificado a partir de 1945q, los juristas aceptan el desdoblamiento funcional autoproclamado de la OTAN y sus miembros portadores de valores euroestadounidenses y «civilizadores».
No está muy claro si se trata de un «derecho» o un «deber» de injerencia, pero se atropella el principio de no injerencia proclamado por la ONU.
Todavía hay algunas vacilaciones sobre el principio de la soberanía (mencionado, por si acaso, en todas las resoluciones del Consejo de Seguridad, incluidas las que lo vulneran), pero la «legitimidad democrática», de confusa definición, es lo que debe prevalecer. No viene al caso cuestionarse la creación de neoprotectorados, ya que oficialmente lo que hay es una asistencia a la «transición democrática».
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