Libia y la vulneración de la legalidad internacional
Las potencias occidentales invocan una vaga «moral» internacional, parecida a la que imperó en el siglo XIX, a la vez que obvian el derecho internacional al que consideran, si acaso, como un simple conjunto de procedimientos.
Esta «moral», producto sucedáneo occidentalista, está en perfecta sintonía con la vulneración flagrante de los principios fundamentales que constituyen el meollo de la Carta de las Naciones Unidas, y con un claro desprecio a la ONU desde el momento en que el Consejo de Seguridad, órgano oligárquico, es neutralizado por las divisiones entre las grandes potencias y no puede ser manipulado por algunas de ellas. Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña se consideran siempre «la única fuerza capaz de llevar adelante un proyecto de civilización», aunque se enfrenten entre sí cuando sus intereses económicos y financieros no coinciden.
Las operaciones militares y las injerencias indirectas se suceden.
El propio Anders Fogh Rasmussen, secretario general de la OTAN, se encarga de anunciarlas: «Como ha demostrado Libia, no podemos saber dónde estallará la próxima crisis, pero estallará» (5 de septiembre de 2011).
No se tiene en cuenta la inquietud expresada por los estados del Sur realmente independientes.
Las palabras de Thebo Mbeki, ex presidente de África del Sur, son significativas: «Lo que ha pasado en Libia bien puede ser precursor de lo que puede pasar en otro país.
Pienso que todos debemos examinar este problema, porque es un gran desastre» (20 de septiembre de 2011).
Por el contrario, en Francia ha habido una unanimidad casi total a la hora de aplaudir las operaciones bélicas contra Libia y la ejecución sumaria de Muammar Gadafi. De Bernard-Henri Lévy al presidente Sarkozy, pasando por Ignacio Ramonet, de la UMP (derechas) al partido comunista (con algunas reservas), pasando por el partido socialista, así como todos los grandes medios (de Al Jazeera a Le Figaro), «en nombre de una matanza sólo posible, se ha perpetrado una matanza bien real, se ha desatado una guerra civil mortífera» y se ha admitido la vulneración de un principio fundamental vigente, la soberanía de un estado miembro de las Naciones Unidas.
Lo mismo ocurrió en la mayoría de los países occidentales, que no prestaron la menor atención a las propuestas de mediación de la Unión Africana o Venezuela, ni quisieron encomendar a la ONU la responsabilidad de una negociación o una conciliación.
El espíritu guerrero se impuso precipitadamente sin que se produjera la reacción de una opinión pública no concernida, debido a la desaparición del ejército de recluta y a la profesionalización (o incluso la privatización, al menos parcial, como en Irak) de los conflictos armados.
Si la izquierda francesa no se opuso, como había hecho en el pasado contra varias agresiones occidentales, fue porque, más allá del «democratismo» de rigor, se trataba de africanos y árabes y de problemas del «Sur», sin rédito electoral, dado el estado ideológico medio de los franceses al final del mandato de Nicolas Sarkozy.
Si la derecha, en especial los conservadores franceses, opta por injerencias cada vez más abiertas en los países del Sur, es porque, más allá de los intereses económicos (sobre todo energéticos) de las grandes corporaciones que operan en el Sur, las aventuras exteriores siempre son bienvenidas en periodos de crisis interna grave.
El resultado global ha sido, si no la muerte del derecho internacional, al menos su entrada en coma profundo .
Las potencias occidentales invocan una vaga «moral» internacional, parecida a la que imperó en el siglo XIX, a la vez que obvian el derecho internacional al que consideran, si acaso, como un simple conjunto de procedimientos.
Esta «moral», producto sucedáneo occidentalista, está en perfecta sintonía con la vulneración flagrante de los principios fundamentales que constituyen el meollo de la Carta de las Naciones Unidas, y con un claro desprecio a la ONU desde el momento en que el Consejo de Seguridad, órgano oligárquico, es neutralizado por las divisiones entre las grandes potencias y no puede ser manipulado por algunas de ellas. Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña se consideran siempre «la única fuerza capaz de llevar adelante un proyecto de civilización», aunque se enfrenten entre sí cuando sus intereses económicos y financieros no coinciden.
Las operaciones militares y las injerencias indirectas se suceden.
El propio Anders Fogh Rasmussen, secretario general de la OTAN, se encarga de anunciarlas: «Como ha demostrado Libia, no podemos saber dónde estallará la próxima crisis, pero estallará» (5 de septiembre de 2011).
No se tiene en cuenta la inquietud expresada por los estados del Sur realmente independientes.
Las palabras de Thebo Mbeki, ex presidente de África del Sur, son significativas: «Lo que ha pasado en Libia bien puede ser precursor de lo que puede pasar en otro país.
Pienso que todos debemos examinar este problema, porque es un gran desastre» (20 de septiembre de 2011).
Por el contrario, en Francia ha habido una unanimidad casi total a la hora de aplaudir las operaciones bélicas contra Libia y la ejecución sumaria de Muammar Gadafi. De Bernard-Henri Lévy al presidente Sarkozy, pasando por Ignacio Ramonet, de la UMP (derechas) al partido comunista (con algunas reservas), pasando por el partido socialista, así como todos los grandes medios (de Al Jazeera a Le Figaro), «en nombre de una matanza sólo posible, se ha perpetrado una matanza bien real, se ha desatado una guerra civil mortífera» y se ha admitido la vulneración de un principio fundamental vigente, la soberanía de un estado miembro de las Naciones Unidas.
Lo mismo ocurrió en la mayoría de los países occidentales, que no prestaron la menor atención a las propuestas de mediación de la Unión Africana o Venezuela, ni quisieron encomendar a la ONU la responsabilidad de una negociación o una conciliación.
El espíritu guerrero se impuso precipitadamente sin que se produjera la reacción de una opinión pública no concernida, debido a la desaparición del ejército de recluta y a la profesionalización (o incluso la privatización, al menos parcial, como en Irak) de los conflictos armados.
Si la izquierda francesa no se opuso, como había hecho en el pasado contra varias agresiones occidentales, fue porque, más allá del «democratismo» de rigor, se trataba de africanos y árabes y de problemas del «Sur», sin rédito electoral, dado el estado ideológico medio de los franceses al final del mandato de Nicolas Sarkozy.
Si la derecha, en especial los conservadores franceses, opta por injerencias cada vez más abiertas en los países del Sur, es porque, más allá de los intereses económicos (sobre todo energéticos) de las grandes corporaciones que operan en el Sur, las aventuras exteriores siempre son bienvenidas en periodos de crisis interna grave.
El resultado global ha sido, si no la muerte del derecho internacional, al menos su entrada en coma profundo .
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