Alejandro Nadal
La
historia del capitalismo revela un proceso de continua expansión y eso
ha sido interpretado como señal de éxito. En esa misma historia hay una
nutrida sucesión de episodios de contracción y descalabro. Es como si la
crisis incesante fuera el estado natural del capitalismo.
La
lista de crisis y dislocaciones traumáticas en la marcha del
capitalismo es densa. En ella se entrelazan la especulación financiera,
la caída en la demanda agregada provocada por recortes salariales, el
exceso de capacidad instalada y, por supuesto, las expectativas
optimistas de los inversionistas que fueron una y otra vez desmentidas
por el mercado. En varios momentos los límites a la acumulación de
capital condujeron a confrontaciones inter-imperialistas y a políticas
de colonización que buscaban superar esas limitaciones. En todos estos
casos la secuela de desempleo y empobrecimiento, destrucción y guerras
dejó cicatrices sombrías.
El
mítico periodo glorioso del capital es algo endeble. Hagamos
abstracción de las crisis de siglos anteriores, como la de la South Sea
Company inglesa (1720) o las del siglo XIX: la depresión
post-napoleónica, la crisis de 1837 en Estados Unidos, la de 1847, las
de 1857 y 1873-96 (llamada la ‘Larga Depresión’). Pasemos al siglo XX.
En
1907 explota una feroz crisis en Nueva York que amenaza todo el sistema
bancario y desemboca en la creación de la Reserva Federal. En 1920-21
se presenta una crisis deflacionaria que precedió a la Gran Depresión.
Ésta dejó una huella profunda en la historia económica y política de la
primera mitad del siglo.
Después
de la Segunda Guerra viene la llamada época dorada de expansión
capitalista. Esa fase (1947-1970) estuvo sostenida por circunstancias
excepcionales e insostenibles: la demanda de la reconstrucción post
bellum y del consumo postergado desde la crisis de 1929. La era dorada
duró poco: a fines de los sesenta comienza el agotamiento de
oportunidades rentables para la inversión. En 1973 concluye el
crecimiento de los salarios y arranca la crisis de estancamiento con
inflación, misma que desemboca en el alza brutal de las tasas de interés
y desencadena la crisis de los años 80 a escala mundial. En América
Latina nos acostumbramos a decir la década perdida de los 80. Olvidamos
que en los países centrales la crisis se había gestado precisamente en
la era dorada. La crisis de los 80 le pega a todo el mundo.
A
finales de los 70 estalla la crisis de las cajas de ahorro y crédito en
Estados Unidos. El costo fue enorme y los efectos se prolongaron a lo
largo de 10 años hasta que en 1987 sobrevino el Lunes Negro. Durante los
años 90 la economía estadunidense experimenta un episodio de bonanza
artificial y hasta las finanzas públicas alcanzan a tener un superávit.
Mientras en Estados Unidos se está gestando la burbuja de las empresas
de ‘alta tecnología’, en el resto del mundo se presenta una nutrida
serie de crisis: México, Tailandia y el sudeste asiático, Rusia,
Turquía, Brasil. Para cuando los atentados del 9-11 la recesión ya tenía
dos años de golpear en Estados Unidos.
No
hay pausa para respirar. El capitalismo vive a través de mutaciones
patógenas continuas. Es como si se tratara de un enfermo que en momentos
de aparente buena salud estuviera preparando los momentos de graves
convulsiones.
No
hay que caer en una visión reduccionista. No todas las crisis son
iguales, ni tuvieron las mismas causas. El desarrollo del capitalismo es
un proceso contradictorio y por ello ha tenido fases de relativa
prosperidad. Precisamente en esas etapas de estabilidad se gestan las
mutaciones que conducen a más crisis.
El
análisis de corte marxista ofrece las perspectivas más ricas para el
análisis teórico de la crisis como esencia del capital. Pero hasta en
una disposición reformista, à la Keynes, es fácil observar que la crisis
es el apellido del capitalismo: no existe un mecanismo de ajuste que
permita solucionar el problema de la inestabilidad de las funciones de
inversión y de preferencia de liquidez en una economía monetaria de tal
manera que se alcance una situación de pleno empleo. El punto es este:
no es que no funcione el mecanismo, sino que no existe.
Definitivamente,
la visión ingenua sobre el capitalismo debe ir a reposar en el museo de
los mitos curiosos. Se desprende una importante tarea política e
histórica para la izquierda, la única fuerza capaz de cuestionar las
bases del capitalismo.
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