La historia no es otra cosa que movimiento,
cambios, revoluciones, violencia para cambiar lo que se resiste a morir
("la violencia es la partera de la historia"), avances y retrocesos,
un meneo perpetuo. Pero de quietud, de fase final: nada.
Marcelo
Colussi / Especial para Con Nuestra América
Desde Ciudad de Guatemala
"Defiendo la construcción del Estado como uno
de los asuntos de mayor importancia para la comunidad mundial, dado que los
Estados débiles o fracasados causan buena parte de los problemas más graves a
los que se enfrenta el mundo: la pobreza, el sida, las drogas o el
terrorismo". Esta idea jamás podríamos asociarla al pensamiento neoliberal
(o "capitalismo salvaje", para decirlo sin atenuantes), el cual se
caracteriza por una apología fanática de la libre empresa y del
achicamiento/desaparición del Estado.
Pero curiosamente es lo que nos dice Francis
Fukuyama en su libro State-Building:
Governance and World Order in the 21st. Century, publicado en el año
2004 y llevado al español como Construcción
del Estado: gobierno y orden mundial en el siglo XXI.
Fukuyama se hizo famoso la década pasada cuando en
1992 (año del centenario del inicio de la conquista de América, casualmente)
pronunció el grito triunfal en su libro El fin de la historia y el último
hombre: "la historia ha terminado". Pero en realidad lo dicho por este
pseudo-intelectual ni es pensamiento profundo ni encierra ninguna verdad
científica. La historia ¡no había terminado! Años después de pronunciar esa
frase de victoria (ideológica, visceral), se atempera y reconsidera el papel
del Estado.
A inicios de la década pasada, caído el muro de
Berlín y derrumbado el campo socialista de Europa del Este, el capitalismo se
sintió exultante, triunfal. Todo parecía indicar que la economía planificada no
llevaba a ningún lado, y que el mercado se imponía como modelo único e
inevitable. Coadyuvaba a esta visión la idea de democracias parlamentarias como
más "civilizadas" y dando más respuestas a los problemas sociales que
las "dictaduras" del proletariado de partido único.
Fue tan grande el golpe –y en buena medida, el golpe
mediático que el capital supo implementar al respecto– que el discurso
dominante inundó toda la discusión. La izquierda misma quedó perpleja, sin
argumentos. Parecía cierto que la historia nos dejaba sin respuesta. Pero la
historia no había terminado (¿habían terminado acaso las causas que ponen en
marcha la protesta social?, ¿habían terminado las asimetrías sociales basadas
en la explotación y las injusticias?)
El término "globalización" se adueñó de
los espacios mediáticos y del ámbito académico, pasando a ser sinónimo de
progreso, de proceso irreversible, de triunfo del capital sobre el
"anticuado" comunismo que moría, representado en autoritarios
jerarcas de Comités Centrales que, sin duda, de comunistas no tenían más que el
nombre. Y de verdad que nos lo hicieron creer. La siempre mal definida
globalización pasó a ser el nuevo dios; según se nos dijo –siendo Fukuyama uno
de sus principales difusores– la misma traería desarrollo y prosperidad para
todo el planeta. La historia había terminado (mejor dicho: el socialismo había
terminado), y el término que lo expresaba con elegancia, por no decir con
refinado sadismo, era globalización. No se podía estar contra ella.
Por ese entonces el optimismo triunfalista del
neoliberalismo en boga campeaba sobre el mundo. Después de las fracasadas
experiencias socialistas (aunque habría que discutir más eso del
"fracaso". ¿Cuba fracasó?, el sistema capitalista ¿triunfó y eliminó
más pobreza?), o mejor dicho: después de la presentación mediática que hacía el
capitalismo victorioso de los acontecimientos que marcan estos años, no quedaba
mayor espacio para las alternativas. Con fuerza de moda, las políticas
neoliberales barrieron el planeta. Según nos aseguraban sus mentores con
convicción mesiánica, por fuerza traerían la paz y la felicidad.
Hoy, casi dos décadas después de este grito de
guerra, la realidad nos muestra algo bastante distinto a paz y felicidad
planetarias: buena parte de la población global pasa hambre, la miseria golpea
con fuerza y la prosperidad es una palabra desconocida para la mayoría de los
pueblos del mundo. El capitalismo creció, sin dudas, pero a condición de seguir
generando más pobreza. La riqueza se reparte cada vez en forma más desigual,
con lo que puede decirse que si algo creció, es la injusticia. Y las guerras no
sólo no han desaparecido sino que pasaron a ser un elemento vital en la
economía global; de hecho, en la dinámica de la principal potencia a escala
planetaria, los Estados Unidos, es su verdadero motor, ocupando alrededor de un
cuarto de todo su potencial y definiendo su estrategia política tanto interna
como internacional. Por lo que se ve, la historia no había terminado. La
protesta social, aunque silenciada con nuevas y refinadas técnicas de control
(¿medios de comunicación?, ¿nuevos fundamentalismos religiosos?), sigue
estando.
Después de unos primeros años de impactante
conmoción, tanto el campo popular como el análisis objetivo de los hechos fue
saliendo del estado de shock, haciéndose evidente que este momento de euforia de
los grandes capitales era un triunfo, enorme sin dudas, pero no más que eso: un
triunfo puntual (una batalla) en una larga historia que sigue su curso. ¿Por
qué iba a terminar la historia?
"Siéntate al lado del río a ver pasar el
cadáver de tu enemigo", enseñó hace dos mil quinientos años el sabio chino
Sun Tzu en el Arte de la Guerra. Parece que este asiático entendió mejor el
sentido de la historia que este moderno oriental americanizado, Fukuyama. La
historia no termina.
Después de observar los desastres que ocasionó el
retiro del Estado en la dinámica económico-social de tantos países siguiendo
las recetas (impuestas, por supuesto) de los organismos financieros
internacionales en esta ola neoliberal absoluta, también hay gente pensante que
reacciona. Este desastre –con éxodos imparables de inmigrantes desde el Sur
hacia el Norte, con brotes desesperados de violencia tendenciosamente llamados
"terrorismo", con un desastre medioambiental que pareciera ya
irreversible de no cambiarse el curso de las cosas– torna al mundo cada vez más
problemático, más invivible. Invivible, al menos, para las grandes mayorías. Y
ahí aparece nuevamente Francis Fukuyama.
En realidad, en este otro libro al que nos referimos
no se desdice radicalmente de lo dicho años atrás, pero lo matiza. Lo cual, en
otros términos, no es sino expresión de una inconsistencia intelectual enorme.
Un grito de guerra no es teoría. Y lo que 20 años atrás se nos presentó como
formulación seria y sesuda –que la historia había terminado– no pasa del nivel
de pasquín barato con visos de amarillismo. No hay en juego ningún concepto
riguroso: sólo hay fanfarronería ideológica, pirotecnia verbal. Si algunos años
después Fukuyama debe apelar a esta revalorización del papel del Estado, ello
es lisa y llanamente porque la historia le demostró la inconsistencia del show
propagandístico que nos lanzó años atrás. Además, pone el acento en el Estado y
no en las relaciones estructurales que el mismo expresa. El problema no está en
el Estado, si debe ser fuerte o débil: el problema siguen siendo las luchas de
clases, la estructura real de la sociedad. Cuando el Estado debe salvar a los
grandes capitales en bancarrota, como lo vimos recientemente ante la fenomenal
crisis de las sub-primes en el 2008, crisis de la que aún las grandes masas no
terminan de salir, ahí está inyectado millones y millones de dólares para
rescatar a las empresas en dificultades (Glodman Sachs, Citigroup, General
Motors, Wells Fargo, Bank of America), pero no así al pequeño ahorrista, al trabajador
desamparado, al indigente. Y cuando tienen que reprimir la protesta social, aún
en los maliciosamente llamados Estados "fallidos", no fallan,
cumpliendo su cometido a la perfección.
La historia sigue su curso. En todo caso, no sabemos
bien cuál es ese curso. Pero sigue, inexorable. La historia no es otra cosa que
movimiento, cambios, revoluciones, violencia para cambiar lo que se resiste a
morir ("la violencia es la partera de la historia"), avances y
retrocesos, un meneo perpetuo. Pero de quietud, de fase final: nada.
Como atinadamente dijo Jorge Gómez Barata: "Lo
que demonizó a Carlos Marx e hizo de él un adversario formidable, no fue haber
predicado la revolución, sino haber demostrado su inevitabilidad, aunque tal
vez ocurra de manera diferente a como lo soñó."
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