¿Por qué la Revolución cubana no puede ser incendiada según la voluntad imperial? Tenemos, es cierto, a nuestros mercenarios, a nuestros sietemesinos, como calificara José Martí a los que “no les alcanza al árbol difícil el brazo canijo, el brazo de uñas pintadas y pulsera, el brazo de Madrid o de París, y dicen que no se puede alcanzar el árbol”: a los Hernández Busto, a las Yoani Sánchez, a las teatrales “Damas de Blanco”, a los Dagoberto Valdés, atentos a la voz del amo, como la vieja ilustración de la RCA Víctor, dispuestos a simular golpizas, expertos en el género de la ciencia ficción política, milimétricamente seguidos por la prensa trasnacional acreditada en Cuba, y por los agentes de la Oficina de Intereses del imperio en La Habana. Pero, ¿qué hacer con un pueblo que recibe como héroes –sin manipulaciones mediáticas o escenarios construidos--, a los agentes revelados de la Seguridad del Estado? Se supone, según las miles de páginas escritas y los millones de minutos filmados sobre sus similares del este de Europa –por supuesto, nunca sobre los cuerpos represivos del oeste, sobre la CIA, sobre la Red Gladio o la Operación Cóndor, sobre los programas de la USAID--, que los cubanos temamos a los agentes de la Seguridad del Estado. ¿Por qué la admiración, el cariño espontáneo, el orgullo de vecinos, de viejos compañeros y familiares? Es el agujero negro en el que se pierden los analistas del imperio. Los mercenarios cubanos trasmiten las “noticias” pactadas, las agencias trasnacionales las difunden, pero el pueblo cubano actúa según sus propias convicciones. Yerran al decir que es por falta de información, porque no pueden acceder a otras fuentes. Éste, probablemente, a pesar de las limitaciones tecnológicas a las que nos someten, es el más informado de los pueblos. En un mundo descreído, los cubanos respetan el heroísmo, no el de los super-héroes del imperio, inimitables reformistas, sino el de los sencillos combatientes que los medios silencian, el de los cinco presos políticos que permanecen en cárceles norteamericanas. Convóquense a los cubanos para combatir en defensa de los pueblos árabes ahora mismo, y se enrolarán millones. Porque Cuba es el mundo, el mundo es Cuba. Por eso –¡qué definición más abstracta para los analistas de la CIA!--, la Revolución cubana no puede ser socavada con estrategias incendiarias, a pesar de que existan mercenarios dispuestos a mentir por dinero y a pedir la intervención extranjera. Por eso, hoy me siento tan agredido e indignado, tan antiimperialista, como cualquier libio, como cualquier árabe, como cualquier revolucionario, sea de la nacionalidad que sea. ¡Solidaridad con el pueblo libio, con los pueblos árabes!
lunes, 21 de marzo de 2011
Los revolucionarios cubanos estamos dispuestos a pelear y a morir por los pueblos árabes.
Enrique Ubieta Gómez
Alegremente se preparan para matar. Matar, dicen, para evitar la muerte. Matar selectivamente, allí donde peligran los intereses de los que matan, de los que venden armas, de los que sostienen la corrupción y la muerte. Se instauran asesinos “buenos”, se deponen asesinos “malos”, ya inservibles. ¿Quiénes tienen ese poder? Los asesinos injuzgados, de frac y sonrisas, los que juzgan: Obama, el falso negro; Zapatero, el socialista farsante; Cameron, Sarkozy y Berlusconi, los fascistas posmodernos. O quizás, sea mejor mencionar a quienes se esconden tras las cortinas del teatro. Hay rebeliones que obtienen el silencio de los medios, y el rechazo discreto pero firme de los poderosos. Hay rebeliones que se zanjan rápidamente, a sangre y fuego, sin titulares de prensa. Hay expertos pirómanos que saben cómo incendiar la pradera conveniente, azuzar el fuego, para controlarlo según convenga.
¿En qué mundo vivimos? En el de los cínicos, hombres y mujeres convencidos de que no existe la verdad o la justicia, que mienten y matan sin cargos de conciencia; hombres y mujeres convencidos de que las palabras son frascos vacíos, y que pueden rellenarse de contenidos opuestos: masacre, por ejemplo, define el efecto de un misil “malo”; intervención humanitaria, el de un misil “bueno”; dictadura, es el epíteto de un gobierno “malo” que se elige y se reelige en las urnas o que concita el apoyo mayoritario de su pueblo; demócrata es el gobierno “bueno” que está dispuesto a vender su país, y a matar a los que se opongan, no importa si es un poder monárquico o simplemente fraudulento. La cúpula imperialista está eufórica, porque a diferencia de lo sucedido en Iraq, esta vez logró el consenso de los socios y la indiferencia cómplice de los que temen: la guerra ha sido bendecida. No es para liberar a los sauditas o a los marroquíes, a los palestinos o a los saharauíes: los muertos de esas naciones no concitan la solidaridad imperial; es, desde luego, para rescatar un territorio rico, para rellenar un frasco apresuradamente rotulado con el membrete de “democracia”, que sustituya al verdadero. La confusión, el desconocimiento en torno a las realidades del mundo árabe –complejas, es cierto, pero siempre enmascaradas por los medios trasnacionales, cómplices de la muerte--, han desarticulado la resistencia internacional. Incluso allí donde la rebeldía era genuina, no escuchamos la voz del pueblo --¿acaso podríamos escucharla siguiendo las “noticias” de las trasnacionales de la desinformación?--, sino la de los mercenarios que “piden” ser intervenidos.
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