jueves, 17 de marzo de 2011
Sin tiempo ni espacio para rectificar
Jorge Gómez Barata En la política no abundan las segundas oportunidades y los liderazgos no son reciclables. Muammar al-Gaddafi pudiera sobrevivir a la crisis aunque es poco probable que se convierta en excepción de la regla. Criticado por la izquierda de la cual se alejó, traicionado por las potencias occidentales a las que se aproximó, sancionado por la ONU y la Liga Árabe, rechazado por la parte del pueblo que nutre la sublevación, Gaddafi ya no es un líder revolucionario, aunque tampoco un aliado de occidente, sino el gobernante cuestionado de un país mutilado y una sociedad dividida y alguien que para reorientarse deberá pasar por intensas pruebas o hacer excesivas concesiones; tampoco tiene el tiempo a su favor. La condición de revolucionario, antiimperialista o socialista, no son títulos nobiliarios adquiridos de una vez y para siempre, ni distinciones que los líderes se otorgan ellos mismos, sino reconocimientos que conceden los pueblos por actitudes ante la vida y ante las tareas políticas de cada momento. A diferencia de los condes y los lores, los blasones revolucionarios se ganan y se pierden; incluso a ellos se puede renunciar que es exactamente lo que hizo Gaddafi. Es cierto que la capitulación de Camp Davis, la desaparición de la Unión Soviética y la modificación del mapa político mundial, unido a errores tácticos y estratégicos crearon coyunturas que requerían rectificaciones profundas; entre ellas dar marcha atrás a una política nuclear equivocada. No obstante para todo eso no había que echarse en brazos de occidente, privatizar el petróleo ni cortejar a los jerarcas de la OTAN. Maniobrar no es lo mismo que claudicar. Aunque dado la falta de transparencia y la escasa voluntad de todas las partes para informar con objetividad a la opinión pública acerca de la marcha de los acontecimientos en Libia es prematuro tratar de intuir un desenlace; de ocurrir aquello que los súper espías norteamericanos anticipan, la élite gobernante libia deberá definir posiciones y adoptar cursos de acción, tanto al interior de su país como en el ámbito internacional; en ese empeño Gaddafi sería más parte del problema que de la solución. Aun cuando sobreviva a la crisis y evite la división del país, Gaddafi habrá perdido la legitimidad que emanó de actos pasados a favor de su pueblo, carecerá de capacidad de convocatoria para volver a ser un líder y de fuerza para ser un dictador y, en caso de que pacte con occidente, es imposible imaginarlo promoviendo la democratización de Libia y encabezando la evolución de la estructura tribal hacía un modelo liberal. En el supuesto de que optara por regresar a los orígenes es poco probable que pueda hacer lo necesario para recuperar la aureola revolucionaria, anticolonialista y antiimperialista que un día tuvo y con la cual no fue consecuente. Comprender esas realidades como hacen los analistas más lúcidos y los lideres más experimentados conduce a una posición a la vez compleja, diáfana y que conlleva, en primer lugar comprender el carácter interno del proceso, atender al modo como las diferente fuerzas se expresan, evitando interferir a favor o contra elementos que deberán ellos mismos dirimir sus diferencias y, si fuera posible mediar para encontrar aéreas de entendimiento que favorezcan un clima de avenencia y pongan fin a la guerra civil. Esa posición que respeta escrupulosamente la soberanía estatal libia y la autodeterminación de sus fuerzas políticas, refuerza la voluntad de trabajar para la movilización de la opinión pública y de cuantas influencias políticas sea posible para impedir la injerencia extranjera, principalmente la intervención militar, con o sin avales internacionales. La idea reiterada por la cúpula de la OTAN, Hillary Clinton, la Comisión Europea y otros actores internacionales de “crear una base jurídica” para la intervención y la agresión, primero aprobando zonas de exclusión aérea y luego mediante formas más activas, incluida la ocupación, es una falacia que encubre una intervención militar como otra cualquiera. Defender la soberanía del Estado Libio y el derecho de su pueblo a la autodeterminación, incluido el de ajustar cuentas a la cúpula gobernante, no significa respaldar a Gaddafi ni endosar su comportamiento, no sólo ante el levantamiento sino desde mucho antes. Si bien no es preciso justificar al régimen libio, tampoco hay porque sumarse a una campaña para la cual las potencias occidentales, Estados Unidos y la OTAN cuentan con todos los recursos, incluso con la claudicación de la Liga Árabe. A Estados Unidos y la OTAN no les interesa la democracia en Libia ni los derechos de su pueblo, como tampoco les importan los de Arabia Saudita, Somalia o Haití. Nunca en ninguna época puede nadie citar un caso en que un pueblo haya sido liberado por estas fuerzas; de lo contrario sobran las evidencias.
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