El discurso es grandilocuente: rebeliones populares, libertad, democracia, derechos humanos, intervención humanitaria, mandato de la ONU, etc. y lo esgrimen Jefes de Estado, dirigentes políticos, periodistas y “opinadores” de casi todas las tendencias.
Pero los hechos son testarudos: en Libia hay una guerra civil y un puñado de grandes potencias, con un curriculum casi bicentenario de colonialismo sanguinario y expoliador en África y en otras partes del mundo, está interviniendo descaradamente a favor de una de las partes con bombardeos aéreos y misiles teleguiados.
Ahora se proponen intensificar los ataques y, pese a que ellos mismos decretaron el embargo de armas, se preparan a proveer abiertamente de armamento a los insurrectos.
La presunta o real violación de los derechos humanos en un país no confiere legitimidad a la agresión, como ha dicho la Corte Internacional de Justicia de La Haya: "El pretendido derecho de intervención sólo puede considerarse como la manifestación de una política de fuerza, política que, en el pasado, ha dado lugar a los más graves abusos y que no puede, cualesquiera sean las deficiencias actuales de la organización internacional, tener lugar alguno en el derecho internacional.
La intervención es aún más inaceptable en la forma en que se la presenta en este caso, ya que, reservada a los Estados más fuertes, podría fácilmente conducir a falsear la propia administración de la justicia internacional."
La agresión contra Libia constituye una violación caracterizada de la Carta de la ONU, particularmente en lo que se refiere a la convivencia pacífica (Preámbulo), al arreglo pacífico de las controversias (art. 1), a la prohibición de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado y a la prohibición de intervenir en los asuntos internos de un Estado, salvo las medidas coercitivas prescritas en el Capítulo VII (art. 2).
El activismo “humanitario” de las grandes potencias en Libia contrasta con su pasividad en otros países de la región donde son severamente reprimidas las protestas populares.
Pero casi nadie se acuerda de la República Democrática del Congo donde más diez años de guerra civil han costado entre 3,5 y 4,5 millones de muertos, como informó la prestigiosa revista médica inglesa The Lancet, en su número de enero de 2006.
Es decir, la mayor catástrofe humanitaria después de la Segunda Guerra Mundial.
Todos reconocen que esa tragedia tiene por telón de fondo la apropiación de los minerales estratégicos que abundan en el Congo: diamantes, oro, colombio-tantalio (coltan), cobalto, etc.
Se estima que la RDC posee el 80% de las reservas de coltan existentes. El coltan, por sus propiedades particulares, se utiliza en la industria electrónica, particularmente en la fabricación de teléfonos móbiles (mil millones de unidades vendidas en el mundo en 2006). “Bussines are bussines”.
En 1994 se produjo un genocidio en Ruanda: 800.000 muertos.
Tampoco entonces se desplegó el “humanitarismo” de las grandes potencias. En vísperas del genocidio, el general canadiense Romeo Dallaire, jefe de las fuerzas de la ONU en Ruanda (MINUAR) advirtió acerca de lo que se avecinaba a Kofi Annan, entonces jefe de las operaciones de mantenimiento de la paz en la ONU. Y éste guardó en un cajón de su escritorio el informe de Dallaire.
Peor todavía, cuando ya se perfilaba la derrota del gobierno genocida ante el avance del Frente Patriótico Ruandés, Francia, cuyo presidente de entonces era François Miterrand gobernando en “cohabitación” con Balladur, un Primer Ministro de derecha, promovió la resolución 929 del Consejo de Seguridad, que creó una “zona humanitaria segura” en Ruanda.
En esa zona se desplegaron fuerzas militares francesas (la “Operación Turquesa”) cuya principal ocupación fue proteger a los genocidas en fuga.
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