La cárcel incendiada en Honduras
albergaba al triple de reclusos para los que había sido construida, pero debe
saberse que no hay ni una sola cárcel en Centroamérica que no tenga el doble, el
triple o el cuádruple de presos que los que debería tener. No se trata, sin
embargo, solamente de las cárceles. Éstas no son más que un trozo de una
realidad “superpoblada” de falencias que hacen muchas veces de la vida diaria un
verdadero heroísmo de supervivencia.
Rafael Cuevas Molina / Presidente AUNA-Costa
Rica
Suena duro decirlo, pero el
pavoroso incendio que mató a más de 350 reclusos en Honduras no es una tragedia
que se salga de los límites de los posible en ese país. No lo es tampoco en
otros países centroamericanos y sus alrededores en los que, cuando suceden
desventuras de ese tipo (explota un gasoducto, matan decenas de inmigrantes en
el desierto, se desploma un cerro sobre una aldea) los gobernantes, la prensa,
las “buenas conciencias” se rasgan las vestiduras y prometen llevar las
investigaciones “hasta las últimas consecuencias”.
Realmente, casi nunca las llevan
verdaderamente a cabo pero, cuando lo hacen, los que salen a la palestra son
funcionarillos de segundo, tercer o cuarto orden, insertos en aparatos
burocráticos que decidieron volverlos el pato de la fiesta para que se los coma
vivos y después, “aquí no ha pasado nada”.
Pero lo cierto es que, aunque
miserias de este tipo pueden suceder en Honduras o en la Cochinchina, en estos
países “están dadas las condiciones objetivas” para que suceda, y basta una
chispa (valga la metáfora para este caso) para que se desencadenen cuadros de
horror y desgarramiento.
En este caso concreto, la cárcel
incendiada albergaba al triple de reclusos para los que había sido construida,
pero debe saberse que no hay ni una sola cárcel en Centroamérica que no tenga el
doble, el triple o el cuádruple de presos que los que debería tener.
No se trata, sin embargo,
solamente de las cárceles. Éstas no son más que un trozo de una realidad
“superpoblada” de falencias que hacen muchas veces de la vida diaria un
verdadero heroísmo de supervivencia. En Honduras, caminar por las calles de
Tegucigalpa, la capital, o San Pedro Sula, la segunda ciudad en importancia del
país, es más peligroso que en Bagdad. Se corre el riesgo de caer en el fuego
cruzado entre pandilleros, traficantes de drogas, paramilitares persiguiendo
campesinos o militares patrullando calles. No debe descartarse ser asaltado por
el teléfono móvil, la pulsera de oro, las pocas monedas con las que se iba a
pagar el autobús o ser objeto de un secuestro
“express”.
En pocos meses se cumplirá el
aniversario del golpe de Estado perpetrado por la oligarquía y el ejército
hondureños, en connivencia con los Estados Unidos, contra el régimen democrático
y constitucional de Manuel Zelaya. Las víctimas en este caso fueron más de las
350 del incendio en cuestión y nadie salió a pedir disculpas. Las
investigaciones “hasta las últimas consecuencias” siguen brillando por su
ausencia.
El señor presidente Lobo, que en
cadena de radio y televisión, con cara compungida y voz trémula, se dolió de lo
acontecido en la cárcel y dijo conmoverse del dolor de los familiares de las
víctimas, es resultado espurio de ese golpe de Estado que se ha llevado entre
las piernas la vida de dirigentes sindicales, campesinos, maestros y
periodistas.
¿Qué se puede decir ante esto?: es
una moral farisea; es el cinismo elevado a nivel de política de Estado.
Cualquiera que se dé una vuelta por los alrededores de Tegucigalpa verá los
miles de ranchos sin agua, luz, cloacas o desagües en las laderas de las
montañas circundantes. En algún momento de la próxima época de lluvias decenas o
cientos de ellos se deslizarán hacia abajo, soterrarán a sus habitantes y
nuevamente saldrá el señor presidente a dolerse ante sus conciudadanos, a
lloriquear ante las cámaras y a prometer investigaciones exhaustivas. Tal vez se
encuentre nuevamente al pato de la fiesta y, nuevamente, aquí no ha pasado
nada.
No hay mucho que investigar, sin
embargo, para dilucidar quiénes son los culpables de tanto desastre. Ellos están
a salvo de estos peligros y no serán señalados nunca. Engordan sus cuentas
bancarias precisamente a raíz de la situación que posibilita que estas cosas
sucedan. Impunemente se solazan en sus casas con piscina, jacuzzi, agua
caliente, bar, cuatro o cinco habitaciones, dos o tres salas y garaje para
cuatro o cinco carros. Cada cinco años designan a uno de ellos para que dé los
mensajes de condolencia a la nación cuando sucedan desgracias como esta.
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