Por David Rieff
El presidente de Estados Unidos se ha convertido
en la sombra de lo que prometía ser hace tres años
Víctima de su propia inexperiencia y de un Partido Republicano que lo tiene prácticamente inmovilizado, el presidente de Estados Unidos se ha convertido en la sombra de lo que prometía ser hace tres años, cuando fue elegido y parecía una fuerza imparable destinada a renovar no sólo a su país, sino al mundo.
Ahora, escribe nuestro colaborador, "la desilusión por Obama es tan profunda -particularmente entre los jóvenes que votaron por él en gran número- que resulta difícil pensar cómo el entusiasmo de 2008 podrá replicarse" para las elecciones presidenciales del 6 de noviembre 2012.
Enoch Powell, el controvertido político británico del siglo XX, dijo alguna vez: "Todas las trayectorias políticas, a menos que interrumpan su devenir en algún punto afortunado, terminan en fracaso, porque ésa es la naturaleza de la política y de todos los asuntos humanos". Lo que los partidarios del presidente Barack Obama y, sin duda, el propio Obama (no sería humano, de otro modo) no esperaban, es que este fracaso llegaría tan pronto.
Obviamente, el fracaso del que hablamos no es un hecho consumado. Todavía faltan varios meses para las elecciones presidenciales en Estados Unidos, que se llevarán a cabo el 6 de noviembre de 2012. Y el opositor Partido Republicano aún podría nominar como candidato a alguno de los bufones populistas imposibles de elegir, como Herman Cain o Newt Gingrich, en lugar del ex gobernador de Massachusetts Mitt Romney quien, como van las cosas hasta ahora, tiene una buena posibilidad de impedir que Obama sea reelegido para un segundo periodo. Romney es en realidad una figura de centro, que se disfraza de fanático de la derecha para ganarse a los elementos más reaccionarios de su partido -sobre todo a los del Tea Party-, pues necesita su apoyo para obtener la nominación republicana. Como un amigo de Washington, republicano de cepa, me dijo hace poco, cuando le confesé que me ponía nervioso la inclinación extremista que ha mostrado Romney en tiempos recientes, "no te preocupes, ¡Mitt no cree ni una palabra de lo que ha declarado últimamente!".
Puede que tenga razón (eso espero) pero, en realidad, nadie lo sabe de cierto. En efecto, una de las convenciones de la política estadounidense es que los candidatos presidenciales republicanos viran hacia la derecha extrema, y los demócratas hacia la izquierda durante las primarias y que, una vez elegidos, se mueven de regreso hacia el centro. Pero vivimos una época en la que los extremos de cada partido ocupan cada vez más espacios por sobre quienes tienen posturas de centro, así que tampoco es cien por ciento seguro que las anteriores elecciones en Estados Unidos ayuden a esclarecer lo que sucederá en las que se avecinan.
Mientras tanto, los partidarios de Obama están desmoralizados y aprehensivos, preguntándose si acaso su suerte (y la del presidente) no da para más después de la sorprendente victoria en las elecciones de 2008. Al menos eso es lo que parecen estar pensando cierto número de profesionales de la política demócratas. Cuando le preguntaron a James Carville (director de la exitosa campaña presidencial de Bill Clinton en 1992) qué debe hacer en estos momentos la Casa Blanca de Obama, su respuesta fue: "¡Entrar en pánico!". Y todo parece indicar que así sucede ahora. El problema es que esa actitud sólo crea un círculo vicioso en el que, mientras más les gana el pánico a los demócratas, más se envalentonan sus adversarios y más republicanos vemos en el Congreso (ya son mayoría en la Cámara de Representantes, y una minoría con capacidad de bloqueo en el Senado) cada vez más decididos a obstaculizar cualquier propuesta de la administración Obama. Y con cada tropiezo legislativo, Obama luce más débil y parece confirmar el principal argumento de sus oponentes: que no funcionaría como presidente en una época de crisis económica mundial, con dos guerras inconclusas en el mundo islámico, una de las cuales, la de Afganistán, va cada vez peor, pese a la muerte de Osama bin Laden.
Hoy cuesta recordar que, cuando Obama ganó la Presidencia hace poco más de tres años, parecía una fuerza imparable, después de una corta carrera (ocho años, en total) en la política del estado de Illinois, donde fue elegido para el Senado Estatal en 1997; ahí sirvió hasta 2004. Luego de buscar un escaño en el Congreso, sin éxito, en 2000, Obama se convirtió en senador federal en 2005, en una votación en la que su primer oponente republicano (Jack Ryan) tuvo que renunciar a la candidatura debido a un escándalo sexual, y el segundo (Alan Keyes) era un personaje excéntrico que, aunque es muy querido en los círculos de extrema derecha, resultaba prácticamente inelegible. Cuatro años más tarde, Barack se había convertido en el cuadragésimo cuarto presidente de Estados Unidos y, además, en el primero negro, basándose en la definición estadounidense de la raza que, increíblemente, pese a todo el mestizaje de la pasada mitad del siglo xx, sigue basándose en la convicción de que una sola gota de "sangre negra" (lo que sea que eso signifique) basta para considerar que alguien es negro; una definición que comenzaron a propagar los esclavistas blancos sureños antes de la Guerra Civil estadounidense.
Los partidarios de Hillary Clinton, la rival más importante de Obama para la candidatura demócrata a la Presidencia en 2008, argumentaron en vano que Barack tenía muy poca experiencia para el puesto. Ya Obama había capturado la imaginación de buena parte del pueblo estadounidense con su lema "La audacia de la esperanza". Barack Obama parecía ofrecer un futuro a un país golpeado por el colapso de la burbuja financiera y por guerras que no habían progresado, ni remotamente, del modo en que los políticos lo habían prometido, de modo que la gente se sentía más pesimista que en cualquier otro momento desde la Guerra de Vietnam y de los disturbios por motivos raciales en docenas de ciudades estadounidenses. Cuando fue elegido y, no por casualidad, reunificó al Partido Demócrata al convencer a Clinton de ser su secretaria de Estado, incluso los estadounidenses que se habían opuesto a él compartieron una especie de satisfacción moral por reflejo de haberlo puesto en la silla presidencial, como si con eso se hubieran despojado de toda culpa y hecho borrón y cuenta nueva en cuanto a las raíces racistas de Estados Unidos y su historia de discriminación, y así se abriera una puerta a un futuro en el cual un país con cada vez más diversidad racial podía comenzar de nuevo.
¡Y vaya que los estadounidenses aman los nuevos comienzos! Como dice la famosa cita del escritor Francis Scott Fitzgerald: "No hay segundos actos en la vida de los estadounidenses". (Un tercer acto, al parecer, sería inconcebible y habría sido una gran sorpresa para los millones de ciudadanos que perdieron sus casas en la crisis inmobiliaria de 2008). No hay ningún problema con la buena suerte de los políticos, pero en la euforia del triunfo se perdió de vista el hecho de que Obama no tenía prácticamente ninguna experiencia de gobierno a nivel nacional y que, como sucedió durante su exitosa campaña senatorial en Illinois en 2004, en la elección presidencial se había enfrentado a un oponente que no lo igualaba, el senador John McCain, quien tenía todo en contra: su edad avanzada contrastaba de la peor manera con la energía juvenil de Obama; trataba de ocupar el lugar de George W. Bush, quien para ese entonces se había vuelto terriblemente impopular entre la población estadounidense; y, por si eso no hubiera sido suficiente, su campaña fue una de las más ineptas en la historia política estadounidense moderna.
EL ENEMIGO TAMBIÉN VOTA
Con todo lo anterior, el día que Obama asumió su cargo, el país estaba en una exaltación tal que más parecía que había sido ungido que elegido. Pero los partidarios del nuevo Presidente quizá debieron recordar que un cometa es una estrella que cae y no una que asciende. Lo cierto es que el propio Obama parece haber llegado a la Casa Blanca asumiendo que la escala de su victoria, la buena voluntad de la gente, con la que podía contar a partir de ese momento y -como incluso sus enemigos tienen que admitir- su notable carisma, combinado con sólidas mayorías legislativas en ambas cámaras del Congreso, hacían que pareciera fácil sacar adelante la ambiciosa agenda de reformas que había planteado durante su campaña.
Sin embargo, como los oficiales militares suelen decirle a sus subordinados que pecan de exceso de confianza: "En la guerra, el enemigo también vota". Por supuesto, los adversarios republicanos de Obama compartían ese punto de vista y, desde el principio, decidieron luchar con uñas y dientes y boicotear toda iniciativa, grande o pequeña, que proviniera de su gobierno. Al principio, Obama no podía creerlo. En un encuentro televisado con los representantes legislativos republicanos, que reiteraron sin cesar que no aceptarían su proyecto de reforma del sistema de salud, finalmente contestó, exasperado: "Oigan, hubo una elección. Yo la gané".
Esa respuesta puede haber impresionado a sus seguidores, pero no a los republicanos. La administración Obama sí consiguió llevar adelante el proyecto de legislación en materia de salud (aunque tuvo que suavizar muchas reformas y ceder en numerosos puntos para lograr que se convirtiera en ley) pero, desde entonces, el Presidente ha sufrido una derrota tras otra.
Se ha dicho que el resultado de la formación de Barack Obama como activista social en su juventud y abogado de derechos humanos en Chicago es su dominio del arte de transigir y negociar acuerdos. Pero al enfrentarse a una oposición intransigente, la negociación ha seguido, una y otra vez, un proceso en el que la administración establece su postura, después se echa para atrás y, cuando está claro que los republicanos no van a ceder, se echa todavía más para atrás. Como consecuencia de esto, cada propuesta de ley, desde las relacionadas con el medio ambiente hasta la reforma financiera y la educación, se quedaron a la mitad del camino. Y los republicanos no se durmieron en sus laureles, sino que se organizaron de una manera en la que los seguidores del presidente parecían incapaces de hacerlo. Así fue como surgió el movimiento del Tea Party, una erupción populista que estalló con una fuerza que no se había visto en Estados Unidos en décadas y, como efecto de su estallido, en las elecciones al congreso de 2010 los demócratas perdieron la mayoría en la Cámara de Representantes y en el Senado no lograron una mayoría con suficiente ventaja para sacar adelante sus propuestas legislativas sin negociar con los republicanos.
Con cada una de esas concesiones, el apoyo hacia Obama se ha debilitado. No cabe duda de que sus partidarios tenían altas expectativas, pero su desilusión ya es tan profunda -en particular entre los jóvenes electores que desafiaron el patrón de comportamiento estadounidense para su segmento de edad y votaron por él en gran número- que resulta difícil pensar cómo el entusiasmo de 2008 podrá replicarse en 2012. El problema con los demócratas en general -y Obama no es la excepción- es que son un partido que queda a la izquierda del centro (según los estándares estadounidenses, al menos) y depende del dinero de Wall Street, de Hollywood y de Silicon Valley. En los buenos tiempos, esta contradicción puede atenuarse. Pero éstos no son buenos tiempos, ni mucho menos. Y la sorprendente resistencia del movimiento Occupy Wall Street, que de muchas maneras es la respuesta de la izquierda estadounidense al Tea Party, sólo acentúa esas tensiones. Obama ha tratado de mostrar su simpatía por los ocupantes, jóvenes en su mayoría y, a la vez, de apaciguar a Wall Street. Y en ese intento se ha ganado el rechazo de ambos lados.
Lo único que le queda al Presidente es que, aunque actúe con ineptitud, es brillante al hacer campañas, en especial cuando se presenta a sí mismo como el fuereño redentor que llega a Washington a arreglar las cosas. La política estadounidense tiene una larga tradición de políticos de carrera que se declaran en contra de Washington. El problema para Obama en 2012 es que, para ganar, tendrá que competir no sólo contra Washington, sino contra sí mismo. Siempre ha sido un tipo afortunado, pero éste puede ser un desafío incluso mayor que su buena suerte.
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