Para alcanzar dicho objetivo, los diferentes gobiernos estadounidenses estuvieron anticipando la situación futura de su país, primero, enfrentando a su par imperialista, la Unión Soviética, y, luego de su implosión, enfrentando la acción de aquellos gobiernos nacionalistas que se mostraran demasiado independientes y opuestos a las directrices emanadas de Washington. Ello permitió que se fraguara el intervencionismo yanqui, encubierto o no, contra todo lo que pudiera representar una amenaza, por sutil que fuera, a sus intereses económicos y geopolíticos. De manera tal que la mano imperialista de Estados Unidos armó la guerrilla de la “contra” en Nicaragua para evitar la influencia ideológica del sandinismo a toda América Central; apoyó, económica y militarmente al gobierno ultraderechista de El Salvador, invadió a Grenada, Panamá, Haití, Afganistán e Iraq, y terminó por implementar y financiar el Plan Colombia con la supuesta meta de “erradicar el narcotráfico, fomentar un desarrollo económico alternativo a la producción de coca y amapola, y fortalecer las instituciones democráticas colombianas”.
Por lo tanto, no debe causar ninguna extrañeza el hecho cierto que a la administración ultraconservadora de Estados Unidos le preocupe sobremanera la revolución bolivariana. Para sus halcones petro-militaristas, la revolución bolivariana constituye un factor de perturbación en la región, especialmente cuando fomenta la instauración de un nuevo orden internacional multipolar, democrático solidario y respetuoso de la autodeterminación de los pueblos. Perturbación que nace de la confrontación ideológica inevitable al ampliarse en Venezuela el concepto de democracia, al establecer constitucionalmente la participación protagónica a los sectores populares excluidos. Algo que contraviene las metas de la Visión Conjunta 2.020, ya que atentaría contra la pretensión estadounidense de ejercer su autoridad imperial absoluta sobre nuestra América y el resto del mundo.

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