miércoles, 27 de abril de 2011

Socialismo Siglo XXI: un camino, no un destino, Jorge Gómez Barata, 1 de 3

"El socialismo que no es cosa del pasado sino,
del porvenir, puede crecer en ambientes en el
que convivan todas las formas de propiedad,
la ética y la moral cristianas, los derechos ciudadanos,
incluso fuertes dosis de liberalismo económico."
 Jorge Gómez Barata

SOCIALISMO REAL: LO QUE PUDO SER Y NO FUE

Antes que un programa político y una forma de gobierno, el Socialismo fue una audaz aventura del pensamiento. Una corriente ideológica alternativa al predominio de la doctrina liberal, surgida de la crítica al capitalismo salvaje desde los círculos de la intelectualidad europea avanzada.
A diferencia del Liberalismo y de otras grandes corrientes, en las cuales las reflexiones teóricas marcharon a la zaga de los fenómenos que las generaron, en este caso las relaciones mercantiles, las ideas socialistas fueron construcciones teóricas que precedieron a la sociedad socialista, la anticiparon, la anunciaron y la defendieron cuando todavía no existía.
Casi nunca se recuerda que en el siglo XIX cuando al capitalismo se sumaron las máquinas de la revolución industrial, hubo una expansión explosiva de la producción y un inaudito afán de ganancias.

Los capitalistas que necesitaban masas de trabajadores asalariados los reclutaron entre los campesinos, mujeres y niños que en mugrientas fábricas y talleres, en extenuantes jornadas de trabajo, creaban enormes masas de mercancías y de dinero.
Comprometidos con el “laissez-faire” (dejar hacer) esencia del liberalismo económico, los Estados de entonces ampararon el comportamiento salvaje del capital, que hizo insoportable la vida de la clase obrera y sumamente impopular al capitalismo.
En una época en que no existían sindicatos ni partidos políticos, descolló una generación de intelectuales que, por cuenta propia, asumieron la critica ilustrada del régimen de producción vigente, entre ellos Carlos Marx, cuyos estudios no sólo ofrecieron una explicación científica a aquellos fenómenos, sino que avizoraron una solución al anunciar que, al ser portador de los gérmenes de su propia destrucción, el capitalismo era perecedero.
Uno de los grandes descubrimientos de entonces fue que el capitalismo no podía crecer sin hacer crecer e ilustrar a la clase obrera y que los trabajadores, no podían liberarse sin liberar a toda la sociedad. Sin contar con medios de propaganda ni dinero y enfrentando a la reacción europea, Marx y el Socialismo se hicieron inmensamente populares.
La intelectualidad progresista de entonces y los lideres obreros que surgían eran todos socialistas, incluso el más brillante de todos los papas, León XIII, percatándose de la grandeza del momentos histórico y del significado que la desmedida explotación podía tener, escribió la más importante de las encíclicas sociales de la Iglesia: «Rerum Novarum», (de las cosas nuevas), en la cual reconoció la pertinencia del socialismo, dio la razón a Marx e instó al capitalismo a moderarse.

Carlos Marx fue más lejos todavía y, al fundamentar científicamente que el capitalismo, con todo y su derroche de crueldad, era una etapa imprescindible del desarrollo histórico, por cierto la más floreciente que había conocido el género humano, se hizo popular también entre los burgueses, en particular en los países más atrasados, para los cuales, como ocurría en Rusia, el desarrollo capitalista era una asignatura pendiente.

Eso explica que rápidamente «El Capital» fuera traducido a todas las lenguas europeas y al inglés y sustancia la afirmación de Antonio Gramsci acerca de que en Rusia, «El Capital», antes que un libro de los trabajadores fue un libro de la burguesía.
El socialismo era entonces la gran esperanza a tal punto que, aprovechando aquel clima ideológico y las condiciones objetivas creadas por la Primera Guerra Mundial, Lenin, Trotski y la vanguardia bolchevique, desplazaron del poder al gobierno provisional, creado tras la caída del zar y en la más audaz de todas las acciones políticas de la modernidad, en nombre de la clase obrera, tomaron el poder político en la sexta parte de la Tierra.

Tres circunstancias casi imposibles de vencer conspiraron contra el triunfo de aquella experiencia que dejó perpleja a la burguesía mundial: la contrarrevolución y la intervención extranjera, la muerte de Lenin y la inconsecuencia de los militantes revolucionarios personificada en Stalin.
No obstante, el socialismo era tan justo y pertinente que sobrevivió a todo aquello y apenas veinte años después, lo que había sido el bárbaro imperio de los zares, convertida en la Unión Soviética, enfrentó a la maquinaria bélica alemana que había puesto de rodillas a la Europa capitalista, humillado a la orgullosa Francia haciéndola capitular y ocupándola y puso a Inglaterra al borde del colapso.
Franklin D. Roosevelt, el más competente de todos los políticos norteamericanos, comprendió que sin aquella fuerza formidable no era posible derrotar al fascismo y pactó con Stalin.
La muerte de Stalin en 1953 y la honesta y lúcida determinación con que el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética criticó sus errores, ofrecieron una oportunidad para la rectificación, cosa que la burocracia instalada en el Kremlin y en el partido no permitió.
En el escenario aparecieron fenómenos nuevos, entre ellos el movimiento de liberación nacional, el hundimiento del sistema colonial del imperialismo y el crecimiento del nacionalismo afroasiático con fuertes tendencias socialistas y sobre todo la Revolución Cubana, procesos que en conjunto, al prestigiar el socialismo de hecho, aplazaron la debacle. Nikita Kruschov, Secretario General del PCUS entre 1953 y 1964, cumplió su papel al denunciar a Stalin e intentar cambios al interior del país y en la política exterior, que de cierto modo, relanzaron el socialismo, proceso frustrado con la llegada al poder de Leonid Brezhnev, que si bien acompañó las mutaciones originadas por el debut en Europa de una generación de políticos jóvenes y pragmáticos y asimiló las primeras maniobras norteamericanas relacionadas con el control de armas, sumió a la Unión Soviética en el más rotundo inmovilismo.
En realidad, culpar a Stalin del desastre es tan injusto como exonerarlo. Lo cierto es que entre su muerte y el fin de la URSS hubo tiempo y oportunidades para rectificar.
Faltó valentía y audacia política y altura para asumir los retos del cambio. Las elites y la burocracia instalada en el poder no son suicidas y las de la Unión Soviética no eran una excepción.

Pese a todo, las ideas socialistas siguen vigentes y las oportunidades están abiertas.
Chávez avanza con un Socialismo cristiano y bolivariano y Correa plantea una revolución ciudadana, Cuba se mira hacía adentro y relanza un proyecto ya consolidado y la idea de un socialismo indigenista puede ser retomada, opciones no faltan.
El socialismo que no es cosa del pasado sino, del porvenir, puede crecer en ambientes en el que convivan todas las formas de propiedad, la ética y la moral cristianas, los derechos ciudadanos, incluso fuertes dosis de liberalismo económico.

Lo que está probado es que no admite es el dogmatismo, la exclusividad ideológica y la burocratización.

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