Enrique Ubieta Gómez
A veces la cámara que rastrea la emoción en el rostro de un ser humano, acorralándolo en las comisuras del dolor o de la alegría, genera el rechazo. Pero a veces no es solo una cámara, sino los ojos de una hija o de un hermano o de un compañero de luchas, y ya no es espectadora impertinente, sino el otro que llora o ríe, que abraza o es abrazado, que nos deja estar, suavemente.
No sé si un hombre que sale de la cárcel injusta, después de trece años de encierro, más delgado, más viejo, pero con los ojos llenos de vida, siente todo lo que había soñado sentir cuando encuentra a sus hijas, o si sus sentidos –en legítimo acto de autodefensa–, se embotan, huyen del melodrama más hermoso y real de su vida.
No sé lo que piensa cuando encuentra a su padre más gastado, más digno, cuando conversa por teléfono con la esposa a la que han impedido estar –ese y todos los días anteriores de prisión–, pero que no ha dejado ni un instante de pelear por su libertad, extrayéndole fuerzas a la indignación y ahuyentando de su espíritu la tristeza (como entendió rápidamente, con sus ojos de mujer poeta, Fina García Marruz).
Solo veo un rostro que sonríe torpemente y unos ojos que brillan como estrellas; solo escucho una voz inexplicablemente serena, que susurra a coro con sus hijas, junto a Silvio, junto a nosotros, El Mayor –porque ella es Amalia Simoni, dice una de las niñas–, y El necio, ese himno de los revolucionarios cubanos, escrito hace veinte años, cuando los cobardes y los oportunistas saltaban del barco que parecía hundirse.
Ese hombre que ahora ríe como un niño, dice que peleará hasta el último día de su vida por la libertad de sus hermanos, y sus ojos se aguzan porque el dolor está aún ahí, agazapado.
No puedo saber nada más: es solo un hombre, más viejo, más flaco quizás, que sabe que ha vencido a los que quisieron doblegarlo.
Es un héroe, él lo sabe, pero se recuesta, excedido de sentimientos y visiones, al respaldar del auto que lo conduce hasta un lugar de tránsito –donde vivirá mientras no pueda regresar a Cuba, y reencontrarse con su esposa y con su pueblo–, en tanto ellas, sus hijas, se recuestan en sus hombros. Es todo lo que veo, lo que sé.
Nos faltaban esas imágenes para entender que el pasado 7 de octubre todos los cubanos salimos con René de una cárcel, aunque permanecemos en otras cuatro: que la dignidad y la justicia de la Revolución la encarnan esos cinco hombres.
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