Aurelio Alonso •
La Habana, Cuba
Lo más importante de la fecha es que celebramos un año más con Fidel, sean 87 o cuantos sean.
El número contabiliza el pasado recorrido; pero las realidades celebradas se colocan siempre en presente.
Las generaciones que hemos convivido con la suya, por tramos más cortos o largos de tiempo, con vivencias y lecturas diversas según los sucesivos grupos etáreos, disfrutamos del común privilegio de experimentar la transformación social liderada por una de las figuras más significativas del siglo XX. Contados han sido los estadistas capaces de llevar a sus pueblos a tal nivel de protagonismo histórico. Con la edad alcanzada se entiende que de sus coetáneos no queden hoy muchos en pie: unos cayeron en combate y otros simplemente no viven ya.
Es una soledad compensada en el tiempo solamente por la capacidad de conectar con los grupos que le siguen en edad y que, de manera progresiva, son los que definen continuidad y cambio.
Salir de la adolescencia a la luz de la victoria de 1959 implicaba reconocerse en el torrente de la generación precedente, la de Fidel, heroica en el combate, legataria indiscutible de la victoria, y conductora por derecho propio del cambio social.
Buscábamos entonces las pistas de continuidad con una confianza ganada para la comunicación entre generaciones, la cual se expresaba en un sentido de la lealtad puntualmente vinculado a los ideales.
La generación de la lealtad, la he llamado en ocasiones anteriores, porque aquella década inicial de construcción revolucionaria estuvo cargada de emprendimientos, de confrontación, de audacias, de errores y de sorpresas sin precedentes.
Fidel Castro se había convertido, tal vez sin percatarse de ello, en el eslabón de apertura de una nueva época para Cuba, América y el mundo.
La llave de un socialismo de sello americano.
El liderazgo ejercido por Fidel se reforzaba continuamente con su rechazo resuelto a las agresiones y a los intentos de recuperación de hegemonía desde los EE.UU., que nos revelaba con su agresividad que la soberanía no la obtiene de una sola vez quien la defendió con éxito, sino que es algo que hay que defender todos los días de los lances imperiales, de cualquier magnitud y desde cualquier entorno.
La experiencia cubana volvía a poner de relieve la importancia de las condiciones del conductor para la retención del curso revolucionario del cambio a través de imprevistos, obstrucciones, agresiones, reveses o estancamientos.
Muchas han sido en la historia las revoluciones fracasadas por la ausencia del liderazgo competente. No bastan las cualidades de un estadista talentoso en condiciones normales, para llevar con acierto las riendas de un proceso de transformación radical de la sociedad.
Especialmente en la América Latina, cuya historia republicana ha sufrido los efectos más nocivos del clientelismo de la dependencia, por una parte, y las arbitrariedades del caudillismo, por otra.
Acomodarse en concesiones hasta desembocar en una rápida claudicación ha sido una ruta de perversión de liderazgos. La otra, la del caudillismo, radica en la concentración irrestricta del poder en las manos del líder, la cual ha llegado a generar apreciables frustraciones en la tradición latinoamericana.
Por esos motivos se hace tan complejo el tema del liderazgo revolucionario, que requiere pasar por un largo y difícil sendero de consolidación antes de quedar consagrado definitivamente en fórmulas institucionales.
Y aunque se nos antoje paradójico, el camino hacia la más auténtica de las democracias pasa por la senda de la autoridad consensuada del líder. En los años recientes, las urnas han demostrado servir para ello, y el poder del pueblo se logra legitimar y consolidar, cada vez más, por el instrumento electoral.
De manera que el privilegio generacional de todos los grupos que siguen a Fidel en el presente radica, en primer lugar, en atesorar el aprendizaje de un liderazgo que logró asociar nación y pueblo en la vida política, como conceptos claves para la estructuración de la práctica y el pensamiento revolucionario.
Esencial ha sido para ello la riqueza de valores recibida del ideal martiano, núcleo duro del independentismo cubano, que tuvo que esperar más de medio siglo para ser llevado a la realidad.
Pienso, además, que los 54 años transcurridos de 1959 a la fecha no dejan espacio para dudar acerca de este reconocimiento. Los cubanos jóvenes de los 70 y de los 80 vivieron en el internacionalismo la experiencia de este liderazgo, tanto el combativo, en el continente africano, como civil, en todas las latitudes, principalmente en las áreas de la salud y la educación, aunque también en otras. A 30 años de la victoria de la Sierra Maestra, el derrumbe sorpresivo del sistema socialista soviético volvía a presentar al proceso cubano el más agudo de los retos, y ante la crisis en que sumía aquel desastre a la economía cubana tendrían que brillar de nuevo las luces del líder. Y brillaron para impedir que el proyecto nacional fuera arrastrado con la caída. Una década después comenzó a cambiar el escenario latinoamericano, tan súbitamente como se había derrumbado la alternativa que fue buscada en el Este. El movimiento popular encabezado por Hugo Chávez en Venezuela abría al fin, tras muchos años, un espacio al cambio radical en el contexto del continente, en clara sintonía con el ejemplo de resistencia sembrado por Cuba desde 1959. Y tras Venezuela, se sumarían Ecuador y Bolivia, el retorno del sandinismo en Nicaragua, y la llegada a Brasil y Argentina de programas de gobierno progresistas, junto a otros países de la América Latina y Caribeña. Es a partir de estos cambios a escala nacional que se ha hecho viable el modelo de asociación deseado, equilibrado, solidario, tantas veces frustrado desde los tiempos de Simón Bolívar, y la perspectiva de avanzar en una genuina integración de nuestros pueblos. Las banderas que Fidel se vio forzado a defender en solitario como estadista por muchos años han ganado ya una dimensión continental: son los pueblos de Nuestra América ahora frente al imperio, para detener y revertir su dominación, con una nueva generación de auténticos líderes revolucionarios, valientes y lúcidos, audaces y prudentes, fieles a los principios y ajenos a los dogmas políticos. Fidel cumple un nuevo año con la carga de las preocupaciones por los desafíos de transformación que afronta el proyecto cubano, y del panorama de violencia opresora en el Oriente Medio, y los peligros de reacción norteamericana hacia la región, pero también con la satisfacción de ver avanzar la resistencia de nuestros pueblos de América, que se sitúan aceleradamente en la vanguardia del antimperialismo a escala mundial. Los humildes de América, y más allá de América, le podrán felicitar de corazón por la solidaridad y el éxito alcanzado en la resistencia frente a las presiones que nos impone el imperio, y agradecidos de las enseñanzas de su liderazgo.
La Habana, Cuba
Lo más importante de la fecha es que celebramos un año más con Fidel, sean 87 o cuantos sean.
El número contabiliza el pasado recorrido; pero las realidades celebradas se colocan siempre en presente.
Las generaciones que hemos convivido con la suya, por tramos más cortos o largos de tiempo, con vivencias y lecturas diversas según los sucesivos grupos etáreos, disfrutamos del común privilegio de experimentar la transformación social liderada por una de las figuras más significativas del siglo XX. Contados han sido los estadistas capaces de llevar a sus pueblos a tal nivel de protagonismo histórico. Con la edad alcanzada se entiende que de sus coetáneos no queden hoy muchos en pie: unos cayeron en combate y otros simplemente no viven ya.
Es una soledad compensada en el tiempo solamente por la capacidad de conectar con los grupos que le siguen en edad y que, de manera progresiva, son los que definen continuidad y cambio.
Salir de la adolescencia a la luz de la victoria de 1959 implicaba reconocerse en el torrente de la generación precedente, la de Fidel, heroica en el combate, legataria indiscutible de la victoria, y conductora por derecho propio del cambio social.
Buscábamos entonces las pistas de continuidad con una confianza ganada para la comunicación entre generaciones, la cual se expresaba en un sentido de la lealtad puntualmente vinculado a los ideales.
La generación de la lealtad, la he llamado en ocasiones anteriores, porque aquella década inicial de construcción revolucionaria estuvo cargada de emprendimientos, de confrontación, de audacias, de errores y de sorpresas sin precedentes.
Fidel Castro se había convertido, tal vez sin percatarse de ello, en el eslabón de apertura de una nueva época para Cuba, América y el mundo.
La llave de un socialismo de sello americano.
El liderazgo ejercido por Fidel se reforzaba continuamente con su rechazo resuelto a las agresiones y a los intentos de recuperación de hegemonía desde los EE.UU., que nos revelaba con su agresividad que la soberanía no la obtiene de una sola vez quien la defendió con éxito, sino que es algo que hay que defender todos los días de los lances imperiales, de cualquier magnitud y desde cualquier entorno.
La experiencia cubana volvía a poner de relieve la importancia de las condiciones del conductor para la retención del curso revolucionario del cambio a través de imprevistos, obstrucciones, agresiones, reveses o estancamientos.
Muchas han sido en la historia las revoluciones fracasadas por la ausencia del liderazgo competente. No bastan las cualidades de un estadista talentoso en condiciones normales, para llevar con acierto las riendas de un proceso de transformación radical de la sociedad.
Especialmente en la América Latina, cuya historia republicana ha sufrido los efectos más nocivos del clientelismo de la dependencia, por una parte, y las arbitrariedades del caudillismo, por otra.
Acomodarse en concesiones hasta desembocar en una rápida claudicación ha sido una ruta de perversión de liderazgos. La otra, la del caudillismo, radica en la concentración irrestricta del poder en las manos del líder, la cual ha llegado a generar apreciables frustraciones en la tradición latinoamericana.
Por esos motivos se hace tan complejo el tema del liderazgo revolucionario, que requiere pasar por un largo y difícil sendero de consolidación antes de quedar consagrado definitivamente en fórmulas institucionales.
Y aunque se nos antoje paradójico, el camino hacia la más auténtica de las democracias pasa por la senda de la autoridad consensuada del líder. En los años recientes, las urnas han demostrado servir para ello, y el poder del pueblo se logra legitimar y consolidar, cada vez más, por el instrumento electoral.
De manera que el privilegio generacional de todos los grupos que siguen a Fidel en el presente radica, en primer lugar, en atesorar el aprendizaje de un liderazgo que logró asociar nación y pueblo en la vida política, como conceptos claves para la estructuración de la práctica y el pensamiento revolucionario.
Esencial ha sido para ello la riqueza de valores recibida del ideal martiano, núcleo duro del independentismo cubano, que tuvo que esperar más de medio siglo para ser llevado a la realidad.
Pienso, además, que los 54 años transcurridos de 1959 a la fecha no dejan espacio para dudar acerca de este reconocimiento. Los cubanos jóvenes de los 70 y de los 80 vivieron en el internacionalismo la experiencia de este liderazgo, tanto el combativo, en el continente africano, como civil, en todas las latitudes, principalmente en las áreas de la salud y la educación, aunque también en otras. A 30 años de la victoria de la Sierra Maestra, el derrumbe sorpresivo del sistema socialista soviético volvía a presentar al proceso cubano el más agudo de los retos, y ante la crisis en que sumía aquel desastre a la economía cubana tendrían que brillar de nuevo las luces del líder. Y brillaron para impedir que el proyecto nacional fuera arrastrado con la caída. Una década después comenzó a cambiar el escenario latinoamericano, tan súbitamente como se había derrumbado la alternativa que fue buscada en el Este. El movimiento popular encabezado por Hugo Chávez en Venezuela abría al fin, tras muchos años, un espacio al cambio radical en el contexto del continente, en clara sintonía con el ejemplo de resistencia sembrado por Cuba desde 1959. Y tras Venezuela, se sumarían Ecuador y Bolivia, el retorno del sandinismo en Nicaragua, y la llegada a Brasil y Argentina de programas de gobierno progresistas, junto a otros países de la América Latina y Caribeña. Es a partir de estos cambios a escala nacional que se ha hecho viable el modelo de asociación deseado, equilibrado, solidario, tantas veces frustrado desde los tiempos de Simón Bolívar, y la perspectiva de avanzar en una genuina integración de nuestros pueblos. Las banderas que Fidel se vio forzado a defender en solitario como estadista por muchos años han ganado ya una dimensión continental: son los pueblos de Nuestra América ahora frente al imperio, para detener y revertir su dominación, con una nueva generación de auténticos líderes revolucionarios, valientes y lúcidos, audaces y prudentes, fieles a los principios y ajenos a los dogmas políticos. Fidel cumple un nuevo año con la carga de las preocupaciones por los desafíos de transformación que afronta el proyecto cubano, y del panorama de violencia opresora en el Oriente Medio, y los peligros de reacción norteamericana hacia la región, pero también con la satisfacción de ver avanzar la resistencia de nuestros pueblos de América, que se sitúan aceleradamente en la vanguardia del antimperialismo a escala mundial. Los humildes de América, y más allá de América, le podrán felicitar de corazón por la solidaridad y el éxito alcanzado en la resistencia frente a las presiones que nos impone el imperio, y agradecidos de las enseñanzas de su liderazgo.
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